viernes, 5 de septiembre de 2008

EL CUENTO DE LA SEMANA

EL ULTIMO VUELO
DEL PAJARO TRAVIESO

JORGE LUIS OVIEDO

Después de muchos años de incesante trabajo logró terminar su obra maestra.


La idea le comenzó a roer el pensamiento una mañana en que el profesor nos leyó algo sobre un personaje de la mitología griega, que volaba con unas alas de cera que, un mediodía tan calcinante como los del Sur de Honduras en época de verano, se le derritieron en pleno vuelo y se precipitó como fulminado por un rayo, en las aguas de aquellos mares lejanos y antiguos.

Esa misma noche Cesarín soñó que sobrevolaba el pueblo ante la mirada atónita de parientes y amigos que lo vitoreaban con estruendoso entusiasmo. Y al día siguiente decidió, de primas a primeras, abandonar la escuela para entregarse a tiempo completo a la fabrica-ción de un par de alas. Y como él era el sabio de la familia, sus padrastros no tuvieron más remedio que consentirle aquel arrebato de locura.

–Es la voluntad de Dios dijo doña Clementina, con un aire de recompensa, ante el frecuente asedio de sus vecinas más cercanas e indiscretas, quienes hicieron de aquello su plato favorito desde ese día.

Casi dos meses después lograron construir, con la ayuda de un talabartero imaginativo y un carpintero de pocos atrevimientos, un enorme y colorido par de alas de cartón.

Cesarín las contempló con una alegría tan grande y efectiva que no le cabía en el rostro. Sintió que sus vellos se levantaban como cuando sentía frío o se ponía nervioso o aterrado al oír cuentos de aparecidos en boca de Chimayo Flores y que el corazón le retozaba como la briosa estampida de una manada de potros salvajes; y comprobó, por casualidad, que además de hermosas, eran enormes como su locura.

El último domingo de un febrero seco y caluroso, todos en la familia se levantaron de madrugada, más de madrugada que de costumbre, contrario a la vieja tradición familiar de dormir hasta tarde ese día de la semana. Cuando comenzaba a clarear partieron en excursión hacia uno de los terrenos de don Juan José de Jesús Antonio de la Sierra; y en el instante en que las campanas de la iglesia del pueblo anunciaban la misa de seis, ellos alcanzaban la cúspide de uno de los cerros más altos de la región.

Desde aquellas alturas poco frecuentadas, vieron erguirse el sol sobre el filo de las montañas como el furioso ojo de un cíclope, a tiempo que la niebla y la escarcha del amanecer se diluían al contacto con los dorados y ardientes pinchazos de los cien mil dedos solares que se habrían paso entre las sombras, arañando, con precipitada violencia, los últimos rincones de la oscuridad sorprendida en su octavo y último sueño, mientras procedían a sujetarle las alas a Cesarín, quien las extendía con la torpeza de un zopilote cansado; y tratando de darse ánimo, exclamaba con insistencia, al ritmo de una letanía:

–Lo lograremos, mamá, va ver que lo lograremos...
–Sí, mañana serás famoso, replicaba ella, con un tono de duda reprimida que desesperadamente trataba de disimular con unas sonrisas mañaneras que se dibujaba en el rostro con la fragilidad de un mal pintor de retratos.

Pese a los lógicos temores, imaginaba a Cesarín sobrevolando el pueblo y el resto de aldeas cercanas, sostenido por un hilo mágico; y lo veía fotografiado al día siguiente, en pleno vuelo, en todos los periódicos del país, mientras la noticia se difundía como reguero de pólvora por todo el mundo, refiriendo la asombrosa hazaña de su hijo adoptivo. Así lo vio segundos después, cuando él comenzó a tomar impulso hacia el precipicio y ella prefirió cerrar los ojos.

En cambio su marido, escéptico aún, observaba todos los movimientos desde la ladera y calculaba el tamaño del golpe; pero cuando Cesarín estuvo finalmente listo, exclamó resignado: Que se haga la voluntad de Dios.

Casi al instante lo vio tomar impulsó y comprobó por la forma de correr de su hijastro, que tenía su caminado. Eso estaba pensando cuando lo observó, calladamente y sin poder hacer absolutamente nada, ensayar un aleteo inútil para luego hundirse, fácil, como un objeto cualquiera, en la garganta del barranco, tan veloz que Cesarín, aterrado como se sintió, no tuvo tiempo de accionar sus alas.

Cuando dos horas después sobresaltado, por el alboroto que armaba la gente que había contratado su padrastro para rescatarlo de las ramas de aquellos elevados árboles que, casi por milagro, se habían atravesado en su camino para salvarlo de una muerte segura, lo único que se le agolpó en la mente, como una idea imborrable, es que aquél era, apenas, el primer intento.

Don Juan José de Jesús Antonio de la Sierra trató de persuadirlo, diciéndole que cuando terminara el bachillerato lo enviaría a estudiar aviación a los Estados Unidos, y como regalo de graduación, te compraré, le dijo; una avioneta para que podás volar a tu antojo todo el tiempo que te venga en gana.

Todo el mundo creyó que con semejante ofrecimiento Cesarín desistiría; pero no había terminado de recuperarse de sus múltiples magulladuras cuando volvió a emprender un nuevo proyecto. No tardó demasiado tiempo en construirse un nuevo par de alas; esta vez con la ayuda de un sastre ingenioso y un carpintero aprovechado, quienes las fabricaron con marcos de bambú y manta estampada. Aunque muy parecidas a las anteriores, se veían más livianas y resistentes.

Con la experiencia acumulada, a costas del primer fracaso, Cesaran prefirió esperar unas cuantas semanas, durante las cuales efectuó ejercicios diarios con el fin de adquirir la fuerza y práctica necesarias a la hora de llevar a cabo un segundo intento. Casi un mes después invitó a sus principales amigos y parientes, quienes atraídos por la extravagancia nos dimos cita.
Los resultados no pudieron ser peores que los de la primera vez. Sólo que en esta ocasión en vez de quedar enredado entre las ramas de los árboles, cayó de sopetón en una poza del río grande, llena de bañistas incrédulos, quienes se encargaron de rescatarlo.

Algunos pensaron que trataba de un astronauta salido de órbita, otros de algún paracaidista decepcio-nado de la vida por algún amor no correspondido, la mayoría, sin embargo, debido a su apego a la religión, creyeron que se trataba de un ángel moribundo que acababa de ser deportado del cielo, por rebelde, del mismo modo que una vez se hiciera, hace muchísimo tiempo, con Luz Bel.

Pero todo ese mundo de especulación antojadiza se les vino a tierra, cuando tropezaron con el inconfun-dible rostro de Cesarín que, únicamente, reflejaba unas reprimidas y terribles ganas de volar.

Cesarín, necio como decían las vecinas que era, no perdió el aplomo, ante lo rotundo de su segundo fracaso, del cual, a Dios gracias y al agua de la poza, salió mejor librado que de la primera ocasión Una madrugada calurosa como casi todas las madrugadas del trópico despertó sobresaltado y dando saltos de alegría, con los cuales contagió a sus hermanos menores y finalmente a toda la familia, incluidos los vecinos más cercanos, quienes se levantaron creyendo que se trataba de un incendio-.

El alboroto, sin embargo, se debía a una idea genial (de acuerdo con el calificativo que él mismo le otorgó días más tarde). Su madre, como siempre, optó por complacerlo en todo y medió para que su esposo cediera ante los atrevidos planes de Cesarín.
Fue así como, durante los períodos en que las garzas, llegaban a comerse las garrapatas del ganado de don Juan José de Jesús Antonio de la Sierra, sus trabajadores se dedicaron a matarlas y desplumarías, llegando a reunir, en un tiempo relativamente corto, un total de dos millones 266 mil 729 plumas, cantidad más que suficiente para confeccionar las nuevas alas de Cesarín. -Son más bellas que las de los ángeles, repetía llena de gozo doña Clementina cuando las vio terminadas.

Para entonces nadie dudaba ya de la locura de Cesarín y de corno su madre se había ido contagiando progresivamente, al punto de haber abandonado por completo y de una manera brusca, los oficios religiosos, para seguir con detalle las interminables prácticas de su hijastro.

Su vecina de enfrente, doña Azucena Martínez, muy dada a aventurar opiniones, aunque no se las estuviera pidiendo, aseguraba con pose de sabedora profunda en asuntos raros que Cesarín tenía más leña para brujo que para santo. Doña Clementina, sin embargo, con un creciente optimismo, sostenía sin ninguna malicia: “Es la voluntad de Dios". El resto de la gente, más apegada a la lógica y a la realidad, consideraba que todo se debía a la locura colectiva que había contagiado a la familia, y por eso muy a menudo se les escuchaba decir: a nadie que sea cuerdo se le puede ocurrir apoyar semejantes disparates.

Por fin, y después de interminables ensayos que ya amenazaban con volverse eternos, sus padres dispusieron la fecha y el lugar para efectuar el último vuelo; ya que de acuerdo con las perspectivas de don Juan José de Jesús Antonio de la Sierra, si no se mataba –que era lo más probable– había decidido de todos modos no apoyarlo más. De manera que llamar al disparate el tercer intento no era del todo inapropiado, pues al fin y al cabo, ya se sabe que a la tercera es la vencida. Pero lo cierto es que la gente, ocurrente como suele ser, convino de manera casual y espontánea, en ponerle: el último vuelo del pájaro travieso. Para entonces la noticia se había propagado por todos los alrededores. Por eso el tercer domingo de mayo de 1968 a las cuatro de la tarde, una hora antes del vuelo, el pueblo se encontraba intransitable, más intransitable incluso que en época de feria. Todo el mundo andaba buscando el mejor lugar para mirar con lujo de detalles (como dicen los periodistas) el espectáculo que depararía aquella locura.

Casi todos estábamos seguros de que la vaina terminaría en tragedia; por eso muchos de mis compañeros decían, medio en broma y medio en serio: "esta noche habrá velorio en casa de rico".

A las cinco de la tarde la mayor parte de la gente se había aglomerado en la falda del cerro. Hubo un grupo que arregló una manta inmensa. Todo por si a Cesarín se le ocurría desplomarse o desplumarse, como dijeron otros, que era lo más seguro, debido a los rotundos fracasos anteriores, que si no terminaron en tragedia es porque no le había llegado la hora.

A la cima solamente subimos sus dos amigos íntimos y no tanto porque nos agradaba la idea de estar allí, si no porque él insistió con ruegos diciendo que nosotros le inspirábamos valor, aunque en realidad –y eso mucho tiempo atrás– nada más le dábamos cuerda y le seguíamos la corriente; pero cuando vimos que su travesura se estaba convirtiendo en una cosa de locos, optamos por hacernos los desentendidos, no obstante, a la hora de la verdad de nada nos valió. Por eso allí estábamos ahora junto a sus padrastros, a sus hermanos y al cura. ¡Era de vernos! Estábamos más nerviosos que el propio Cesarín. Doña Clementina, a pesar del optimismo que trataba de expresar con sus palabras de aliento, se mostraba agitada e inquieta. Una ola de aflicción le saltaba a empellones, exactamente, en la mitad de su rostro, ceniciento y regordete, mientras se frotaba las manos con insistencia como si tratara de desprenderse alguna mancha de la piel, a tiempo que de sus escuálidos ojillos afloraba, a borbotones, la duda y el misterio. Don Juan José de Jesús Antonio de la Sierra, por su parte, no hacía más que rascarse la barbilla y muy de vez en cuando, su rala cabellera gris. Sus hermanastros, en cambio, gozaban a mares al ver a Cesarín agitando sus alas con notable dominio. El cura, metido en su oscura sotana, rezaba un rosario pronunciando los padrenuestros y las avemarías a medias, a través de un prolongado susurro que más bien parecía que estaba paladeando el café. En un par de ocasiones lo escuchamos decir: “Haz, Señor que se haga tu voluntad y perdónanos si con esto ofendemos tu nombre y tu divina gracia”. Por su parte, Andrés, mi compañero, se había sumergido entero en las aguas del asombro y observaba en silencio, con la precisión de un cirujano, cada movimiento, cada detalle. Yo tenía la certeza de que Cesarín volvería a desgajarse como un zopilote fulminado por un disparo, pensaba en el tiempo que le llevaría reponerse del susto y los golpes, y en el día en que estaríamos de nuevo, presenciando otro último vuelo.

A las cinco en punto de la tarde, como dije, hora en que se había previsto el vuelo, Cesarín inició su recorrido unos cincuenta y tantos metros antes de la hondonada. Hacía un viento favorable que arrastraba consigo una amarilla nube de polen. La tarde continuaba despejada y fresca. El sol se veía semihundido a lo lejos sobre las azules montañas, ya naranja y con poco brillo y calor. Y a unos cincuenta metros más abajo, en las pedregosas faldas del cerro, los curiosos se sumieron en un profundo y prolongado silencio (que en este caso no tenía por qué ser sepulcral). Muchos de ellos ni siquiera lo vieron arrancar a trote regular, pero dado lo intenso de aquel silencio, escucharon sus pasos golpeando la dura costra del cerro. Se percataron, solamente de oídas, del primer resbalón sufrido al nomás arrancar, y que por poco lo hace caer, pero él supo muy bien mantener el equilibrio. Fue entonces cuando reparé en su rostro visiblemente pálido. Supe que sudaba de una manera rara; daba la impresión de que sobre su cara había caído una llovizna repentina. Me miró de reojo y sonrió, después mantuvo la mirada fija y firme hacia adelante, como si a través de ella se sostendría en el aire, y no con las fuerzas de sus brazos y el hábil manejo de sus enormes alas blancas y olorosas a loción de afeitar –porque a última hora su padrastro dio la orden de que les echaran algo, para contrarrestar el olor a garza que todavía exhalaban–. Cuando pasó frente a mí me di cuenta que en realidad veía en dirección hacia una nube de pájaros (pericos recuerdo) que en ese momento cruzaban el aire con su ignorancia a cuestas. Le faltarían unos 20 o 25 metros cuando lo vi dar un segundo resbalón, menos brusco que el primero. Para entonces su madre además de haber cerrado los ojos se había tapado el rostro con ambas manos; el cura dejó escapar un pujido, mientras sus hermanos, corriendo en dirección contraria, estuvieron apunto de cortarle el paso; pero ante el inesperado grito de su padre se detuvieron a unos metros de Cesarín, quien unos segundos después se precipitó al vació con las alas extendidas.

Todo el mundo enmudeció, pero no por la expectación sino por el asombro, cuando lo vieron dar unos torpes aletazos de pájaro tierno que se fueron haciendo cada vez más intensos y rítmicos.
Doña Clementina, que se terminó acercando por inercia al borde del precipicio, con el fin de observar la caída de su hijo, cuando descubrió que todo el pueblo tenía la vista puesta en el cielo, cayó en la cuenta y sin divisar siquiera a Cesarín, comenzó a dar saltos de alegría y a gritar: lo logró, lo logró...

Esa noche, si bien no hubo velorio en casa de rico, hubo carnaval en el pueblo; y cada uno comentó a su manera el increíble suceso.

Doña Clementina, presa aún en su asombro, mientras repartía tortas y café a la gente que llenó su casa en tropel, seguía repitiendo: “Lo logró, vio usted, como lo logró... y ustedes que decían que yo estaba loca porque lo apoyaba... yo siempre tuve fe, ya ven que lo logró...”

Pasó una semana y pasaron dos semanas y pasaron tres y unos días más y Cesarín no regresaba. Algunas personas, entre ellas el cura, sostenían con una fe ciega que se había convertido en ángel y que a esas alturas se encontraba, a lo mejor, tocándole las puertas a San Pedro; los más incrédulos, sostenían que encontraría en algún pueblo cercano divirtiendo a la gente; otros decían que probablemente estaría muerto en alguna hondonada. Doña Azucena Martínez, por su parte, se limitó a decir: “Bien decía yo que Cesarín tenía más leña para brujo que para santo.”

Lo cierto es que un mes después de estar afanados en su búsqueda por todos los lugares de la región, no se pudo dar con él. Cuadrillas enteras de hombres bien equipados recorrieron la cordillera buscando entre los árboles, bajo las piedras, en los ríos, en las hondonadas, preguntando a toda persona que encontraban al paso; en las aldeas y pueblos anduvieron casa por casa; simultáneamente se colocaron avisos en la radio y en los periódicos, por si había ido a caer a algún sitio lejano, pero no se llegó a saber absolutamente nada de él.

Esto sirvió para que el cura confirmara sus sospechas divinas. Para entonces, su madrastra, doña Clementina, había comenzado a prepararse unas alas, solamente que con plumas de zopilotes por la escasez de garzas, para ir en busca de Cesarín.



LA CALLE PROHIBIDA
POMPEYO DEL VALLE

A PILI (PRIMERO LAS DAMAS) Y A CARLOS FERNÁNDEZ, BAJO EL CIELO DE MÉXICO

En un café de la plaza Saint - Michel de París, la taciturna y el viejo emigrante de una pequeña nación hispanoamericana oye, escéptico, los pormenores de la situación política y social de su tierra, de la que esta ausente hace más de veinte año. Al hombre se le antojaban increíbles relatos que hacen algunos jóvenes recién llegados ala urbe con el animo de estudiar cuando no de alcanzar la gloria. Entre los relatos hay uno que, de especial manera, escalda a nuestro hombre: el caudillo que ha convertido la pequeña república tropical en su hacienda particular tiene una concubina a la que honra con una visita reglamentaria todos los viernes, pues, a la par de metódico, es muy supersticioso. Durante el tiempo que dura esa visita se cuatro de la tarde a siete de la noche , ni un minuto mas, ni un minuto menos- esta terminantemente prohibido el tránsito de vehículos y peatones por la calle que vive la amasia. Además, todas las puertas y ventanas de las casas del vecindario deben estar completamente cerradas. Los infractores de la ley sufren una sanción terrible: son dados por alimento a los caballos diabólicos de dictador.

Bartolo Gris- que está en el nombre del incrédulo- decide un día, olvidado ya del cuento, ir a pasar unas breves vacaciones en su país natal, por el que experimenta vaga nostalgia. Como no tiene parientes en la capital- donde se ha detenido para viajar posteriormente al interior del país, a su minúscula provincia se aloja en un hotel y lucha desde el primer momento por acostumbrarse ala extraña atmósfera que parece envolverlo desde que bajo del avión, en el primitivo aeropuerto. Toma una ducha fría, bebe en bar. Un tonificante baso de güisqui con soda y sale, ya laxo a dar un paseo por la ciudad, en uno de cuyos colegios curso el bachillerato y hasta fue capitán del equipo de básquet.

El hombre y las horas discurren. Sin darse cuenta- su memoria se halla lastrado por los recuerdos- ha entrado en la calle prohibida todo esta allí tranquilo, solitario, como petrificado. No se mueva una hoja. Bartolo Gris se escoge de hombros y empieza a silbar bajito, como cuando se tiene miedo o no se sabe que hacer. De repente el débil silbido se la hiela en los labios al irrumpir, el silencio como si no tocara el suelo empedrado, un negro carruaje, tirado por seis caballos, también negros, el cochero abandona el pescante y abre la puerta derecha del vehículo. Del interior brota primero una mano cuyo dedo anular ostenta una sortija que lleva engastada una enorme piedra purpúrea; luego asoma una pata descomunal, de macho cabrío, que proyecta una larga sombra sobre la tierra y aun sube por las altas paredes, hasta prenderse en el borde, ribeteado de sangre, de las nubes de trapo. Es la sombra nacional, la sombra gigante del amo absoluto de aquel feudo construido entre montes azules y rió con peses sonámbulos.

Los ojos del grande y poderoso señor recorren la calle sola, polvorienta, y descubren al incauto que permanece inmóvil, mirándolo, bajo el rótulo de una pescadería. En las pupilas omnímodas se encienden dos rojos puntos de cólera que parecen cobrar vida independiente, como dos animales esféricos, Y Bartolo Gris se encuentra de pronto flotando en el vació levitado, sacudido en el aire eléctrico. Sus ropas se vuelven anchas inmensas, como negras praderas donde caballos enloquecidos batallan con dragones de azufre, y mira, angustiado, el color verde que va cubriendo su piel, sus manos, sus uñas. Se acuerda de las noches pasadas en las Riberas Francesas y suda y sonríe y suspira doloroso conmovido por las saudade como dicen en el Brasil. También piensa en que el billar ha sido unos de sus pasatiempos favoritos. Ve, con la imaginación, las lisas esferas de marfil corriendo por la suave felpa y hundiéndose en las buchacas de cuero, después de trazar alegres carambolas. Sus piernas ya no tienen fuerzas para sostenerlo. Se doblan como frágiles briznas, lo dejan caer pesadamente convertido en un montón de zacate fresco, dentro de su impecable traje de corte inglés.

El cochero recoge el haz de hierba húmeda y resplandeciente, y se la ofrece a uno de los caballos que arrastran la carroza del comandante supremo de la fuerza de tierra, mar y aire y presidente vitalicio de la república

miércoles, 3 de septiembre de 2008

JOSE CECILIO DEL VALLE

Constitución


La ciencia constitucional menos adelantada que las naturales y exactas, es entre las políticas la que ha hecho menores progresos. Son muchas las causas de su atraso; y sería importante que se desenvolviesen en un ensayo bien escrito.
Desde el siglo XV gobiernos absolutos fueron los que empezaron a mandar en Europa y América; y los gobiernos de aquella clase son los enemigos más fieros de las ciencias, especialmente de las políticas.
Las relaciones de los pueblos dan impulso a sus progresos, el comercio abre y estrecha aquellas relaciones; y el comercio ha estado siglos estancados por el monopolio. La América hasta ahora ha abierto sus puertos, los de la India continúan cerrados al mayor número de pueblos, el Asia está aislado y el África sigue pobre y bárbara, no haciendo casi otro tráfico que el más depresivo para la especie humana.
Los experimentos son los que adelantan las ciencias; y los experimentos, fáciles en las físicas y matemáticas, son muy costosos en las constitucionales. El análisis de una piedra, la disección de un reptil son experiencias que pueden repetirse sin trabajo ni gastos. Pero la felicidad o ruina de una nación es prueba que no puede hacerse sino temblando, meditando aun las sílabas, pensando aun en las comas.
La ciencia constitucional es la más difícil de todas, la que abraza más relaciones, la que exige talentos más profundos. El sublime de una carta fundamental no consiste en coordinar, divididas en secciones o títulos, proporciones abstractas o generales. Consiste en dar a cada pueblo la constitución que le convenga en su actual estado de miseria o riqueza de civilización o ignorancia, de moralidad o inmoralidad, de población homogénea o heterogenia; consiste en que la ley sea tan adecuada a la nación que no pueda serlo a otra distinta.
Deseamos que lo tengan presente los Congresos que van a dar constitución a los Estados que no la tienen, y que convencidos de la dificultad de la obra que es encomendada en sus manos, empleen todo su celo en hacer la que pueda ser la más conveniente a los pueblos en su actual posición.
Las sociedades políticas tienen en su marca cuatro Estados: el de instituciones democráticas, el de instituciones aristocráticas, el de Monarquía, y el de despotismo. Elíjase lo que se quiera. Damos el derecho de elección. ¿Si nuestro estado en 811 era el primero, por qué se deseaba una Constitución tan aristocrática? . ¿Si era el segundo, por qué se declararon los derechos a la Democracia? ¿Y si era la tercera, o el cuarto, por qué se publicó la primera, y se dieron a luz a los segundos?
Decir en la Declaración de los Derechos del Ciudadano, que la legislatura es propiedad de la nación, y querer en la Constitución que los Diputados a Cortes no sean elegidos por el pueblo, decir que los derechos del ciudadano son la igualdad y la libertad, y privar al pueblo aun del de elegir a Regidores y Alcaldes; decir que todos son iguales y libres, y sujetar a todos a la más dura aristocracia, éste es un fenómeno que por nuestro amor a Guatemala sentimos que se haya visto en Guatemala.
El espíritu de la familia ha sido el primer origen de estas incidencias. La Constitución, extendiendo el Bien a todos, irá formando el espíritu público; y cuando lo haya con toda la energía y latitud que debe tener; cuando la ley grande que ahora comienza a planearse haga nacer los sentimientos benéficos de fraternidad; cuando las sociedades políticas sean compañías como quiere la constitución, entonces las elecciones serán un cálculo pacífico hecho tranquilamente por amigos de la Patria ¿Quién es el que puede hacer mayor bien al público? Este será el problema que resolverán los electores, el pueblo disfrutará los beneficios de su resolución; y sin ofensas ni agravios marcharemos todos al objeto que debemos proponernos. 1820, noviembre (AP, 62,83).
Lo más de los papeles públicos que se han dado a luz, respiran mucho amor al nuevo sistema. Me lisonjeo que Guatemala abrigue ideas tan liberales y benéficas; pero quisiera que no se quedara en esto. Las obras son la mejor prueba del patriotismo. Cuando observemos la ley aunque hiera nuestro amor propio e interés particular sin buscarle interpretaciones para eludir sus efectos, entonces seremos verdaderamente liberales, amantes de la Constitución, entonces podremos reclamar con desembarazo las infracciones de la ley sin riesgo de que echen en cara el mismo defecto 1820, noviembre 11(AP, 95-96).
Debe ser la expresión del principio grande de la sociedad o compañía y de las consecuencias que se derivan de este principio.
Debe ser uno porque es uno el principio, y las consecuencias que se deducen de un principio, no deben formar todos, o cuerpos diversos.
Debe ser extensivo a todo, porque todos porque todos son individuos de una misma sociedad o compañía.
Debe ser formado para el bien general de todos, porque todos son compañeros o socios, y no hay compañía y sociedad cuando lo útil es para unos y lo gravoso para otros.
La constitución inglesa celebrada con tanto entusiasmo no tiene el carácter justo de partir de un principio y ser consecuente de todas sus deducciones. Creando dos cámaras, divide en dos la sociedad que debe ser una y señalando a las ciudades número diverso de Diputados, se desvía del principio, base de la sociedad o compañía. La superioridad de nuestra Constitución es indudable en ese punto. Se aproxima más a la unidad, se acerca más a al principio social; y no producen las diferencias enormes de clases consiguientes a la separación de cámaras.

…es inexacta la división de Códigos fundamental, Civil, Criminal y Mercantil porque el Código debe ser uno, y las secciones solamente diversas. Debe fijarse el principio de sociedad o compañía: deducirse las consecuencias: clasificarse las que se infieren en la primeras sección las que designan la forma de Gobierno; poner en las segundas las que se llaman leyes civiles; subdividirla en cinco especies: 1ª la de leyes comunes a todas las clases; 2ª la de leyes rurales para los labradores y mineros; 3ª la de leyes fabriles para los fabricantes y artesanos; 4ª la de leyes mercantiles para los agentes de comercio; 5ª la de leyes respectivas a los funcionarios; colocar en la tercera sección, las que se denominan leyes criminales y subdividirlas en dos especies: las que deben formar la escala de los delitos y las que deben manifestar la escala proporcional de las penas . 1820, diciembre 9 (AP,139-140).
Lejos de los gobiernos las teorías brillantes, pero falsas y funestas al fin, en el movimiento de los siglos. Se equivocó el celebrado Licurgo; se equivocó el profundo Montesquieu; se equivocaron todos los que se han desviado del principio censillo de compañía o sociedad.
Si en las convenciones mezquinas del interés, no se cree que la haya, cuando el lucro es para unos y la pérdida para otros, en los pactos grandes de las sociedades políticas ¿podrá existir cuando la ley dé goces a unos y trabajo a otros?
Oídlo, hombres que amáis a los hombres: El principio de donde debe partir todo Código Legislativo es hacer que sean socios todos los individuos de una sociedad. El Código que tenga este carácter será justo y duradero como la verdad que le sirve de base. El Código que no lo tenga será injusto y desaparecerá al momento que haya ilustración 1820, diciembre 23 (AP, 161-2).
Terminó el año de 1820 y comienza el de 1821. En el primero se publicó y juró Constitución. En el segundo se irán acordando los decretos y medidas que exige su cumplimiento.
La marcha de la prudencia es lenta como la de la naturaleza y el arte. Desarrollándose poco a poco un germen diminutísimo se eleva el árbol que refresca con su sombra y regala con sus frutos. Poniéndose en un canto sobre otros se elevan los palacios, admiración del talento.
La ilustración se irá extendiendo gradualmente, el espíritu público se irá formando del mismo modo; y cuando se de a todas nuestras necesidad la atención que reclaman, el sistema de la razón, se irá planteando con la circunspección que exige la transición de un gobierno a otro. 1821, enero 12(AP, 169).
Es preciso difundir los principios y derramar los conocimientos que deben servir de base a la Constitución que se forme. Una ley fundamental que elija y combine los poderes que han de regir a millares de individuos es la obra maestra del espíritu humano. Si no se forma la que exige ilustración del siglo, si la libertad de sus principios no reúne en un punto los intereses del máximo, las consecuencias podrían ser tristes y los resultados funestos.
Es preciso discurrir arbitrios y planear medidas para que el genio de las divisiones no embarace nuestra más perfecta felicidad, para las provincias de América mediante el mayor bien posible de la patria, y acordes en él uniforme la opinión y sentimientos. El bien social es obra de la sociedad y no hay sociedad habiendo divergencia en los pueblos y provincias 1822 marzo 20 (AP,204).
Es preciso un poder Legislativo que forme las leyes, y un poder Ejecutivo que las cumpla y haga guardar. Es preciso una ley fundamental que designe aquellos poderes, que desmarque la extensión de sus atribuciones, y señale la forma con que debe ser ejercida, y esta ley grande es lo que se llama Constitución.
Pero los momentos en que se va a establecer o consolidar un Gobierno son en la historia de las naciones los momentos más delicados. Vivimos en el siglo XIX; y el siglo XIX es siglo liberal; siglo filosófico, siglo humano, amigo de los hombres, bienhechor de los pueblos. Existimos en América; y la América, merced al gobierno español que la ha regido, es el país donde la sociedad se ha visto dividida en más sociedades, donde los hombres se ven partidos en más clases. Estamos en la época peligrosa en que alzado el peso opresor que gravitaba sobre los pueblos, cada uno de estos impelido por su elasticidad respectiva, es temible que siga movimientos diversos.
Pero forma una Constitución que sea como una perpendicular que no se incline injustamente a unos mas que a otros, formar una ley que contente a millones de hombres, formar un código que concilie tanto intereses disidentes, formar un pacto que quite a unos y dé a otros, dejando contentos a los primeros y satisfechos el apetito de los segundos. OH América bien amada. He aquí uno de los pasos difíciles que faltan, he aquí el escollo donde se ha estrellado algunas naves que habían salido del puerto ufanas, alegres, con vientos favorables en popa.
No es imposible evitar escollos, ni quiere mi pecho que lo sea. Pero es útil conocer los que haya para no estrellarse en ellos; es provechoso designar los peligros para saberlos prevenir.
Cuando se trataba de independencia, la armonía de interés era para los americanos tan precisa como la unión en un punto, de cuerpos impelidos a él por fuerzas iguales. Era natural que todos dijesen: El administrador debe residir en la misma hacienda o cortijo.
Querer que el administrador esté en un lugar y la hacienda en otro sea querer que la haciende esté mal administrada. Cuando se habla de Constitución política, la unión de intereses es por el contrario la obra más difícil que puede pensarse. Cada clase quiere constitución distinta cada corporación tiene deseos diversos.
Todos ansiaron la abolición del Gobierno Viejo para mejorar sus destinos; y al tratarse de establecer el nuevo, cada uno quiere el que conviene más a sus interese, el que asegura más su propia suerte, el que protege más su propio Yo personal.
Si triunfan unos, los otros pondrían acaso unirse con vínculos estrechos; y la unión de éstos podría crear una fuerza superior a la de aquéllos.
Sólo una constitución que asegura el mayor bien posible del mayor número posible puede unir a su favor el mayor número posible; sólo una ley de aquella clase puede tener a su favor la fuerza de ese mayor número posible. 1822, marzo 29 (02, 204-11).
Los trabajos constitucionales son entre los legisladores los de mayor complicación y trabajo; los que exigen combinaciones más profundas, y se extienden a espacio más dilatados. Una constitución bien o mal meditada decide los destinos desgraciados o felices de una nación; asegura su libertad, o prepara su esclavitud, la eleva al poder, o la hunde en el abatimiento.
La comisión, convencida por una parte de esta verdad, deseosa por otra del bien de la nación, ha buscado luces donde ha esperado encontrarlas; ha examinado las constituciones modernas de más crédito; ha procurado penetrar el espíritu de las antiguas. No han sido sin embargo lisonjeras sus esperanzas. Ha producido por el contrario un resultado triste; pero cierto y capaz de demostrarse. Una constitución perfecta es problema que todavía no se ha resuelto. En todas las que se han meditado hasta ahora, en las que parecen más bien combinadas y con influencia más benéfica en la suerte de las naciones descubrirá defectos quien se detenga a analizarlas. 1823(SM, 88-9).
Una ley fundamental formada con prudente sabiduría es el objeto final de una nación que se ha puesto en movimiento para ser independiste y feliz 1825, febrero 25 (EP, 35).
El artículo que en la Constitución permite su modificación, renovación o variación es un artículo sabio, que bien manejado puede ser instrumento de paz, dando a los dos partidos esperanzas de variar o modificar los que sean dignos de modificación.
Sería impórtate­: 1º que se fundase una Sociedad de Amigos de la Constitución; 2º que se publicase un Constitucional que en su primera parte explicase sucesivamente los artículos de la constitución y en la segunda publicarse la noticias y doctrinas convenientes para difundir el espíritu constitucional; 3º que se escribiese un catecismo de la constitución y se aprendiese en la escuela,( EP, 211).
Todos los estados de la República, todos los pueblos de los Estados juraron la Constitución. He aquí el pacto de unión que se celebró después de nuestra justa independencia. Si son sagrados los contratos de los particulares, ¿no lo serán los de los Estados? si son respetables las leyes civiles, ¿no lo serán las fundamentales?
Las repúblicas se organizan por la ley, existen por la ley, se conservan por la ley. Este es el carácter que las distingue de las monarquías absolutas. En aquellas mandan la ley y el poder Ejecutivo no es más que ejecutor de la ley. En estas la voluntad del rey dispone de todo su placer.
No hay infracción de la ley que no produzca efectos infinitos, productores de otos que también lo son. Es preciso que suceda así.
El estudio de la naturaleza del hombre la observación atenta de su elasticidad lo manifiestan con evidencia. 1826, septiembre 21 (RG, 116).
La nación juró y proclamó con entusiasmo esta constitución. La nación empezó a marchar pacífica y alegre por la senda que le designa.
Puede ser reformada o adicionada la Constitución. ¿Quién puede dudarlo? Cuál es la obra de los hombres que no esté sujeta a reformas o adiciones?
Pero reformándose o adicionándose la ley del modo y bajo la forma que expresa la ley, no puede haber riesgo alguno. ¿Cuál es el delito, o donde está el cargo de que somos reos obrando conforme la ley? La constitución da a los representantes del congreso federal, y la asamblea de los Estados el derecho de proponer reformas o adiciones. Siendo ellos los que las proponen, la ley sería cumplida y la ley no se vería alterada.
Queriendo reformarse o variarse a la ley de un modo contrario a la ley, los peligros pueden ser grandes ¿El pueblo vería con indiferencia la abolición de la ley que lo declaran soberano, que le abre las puertas a los empleos, y le da el derecho a elegir a sus diputados, a sus senadores, a sus magistrados, a su presidente y vice-presidente? ¿No habría guerras civiles? ¿No sufriríamos por ellas los que amamos el orden constitucional, el sosiego, y la tranquilidad? ¿No se volvería el Centroamericano contra en Centroamericano? Y los esfuerzos que deberían ocuparse para hacer jardín este suelo hermoso y fecundo no se encarnizaría en cubrirlo de sangre y cadáveres?
Ley! ¡Ley!. Ella es la que salva a las naciones en su más inminentes peligro. El plan de la ley es en las crisis más grandes, el plan menos arriesgado, el más seguro, el más útil, el menos costoso.
Si no hubiera una sola asamblea que quisiera proponer reformas o adiciones, si no pudieran reunirse seis representantes que quisieran hacer igual propuesta ¿sería prudente que se luchase contra la voluntad general de la nación? Y habiendo asamblea o representantes que deseen alteraciones o reformas, sería justo que se olvidase el camino llano de la ley, y se eligiese el que puede tener precipicios o estar cercano al abismo? 1826, octubre 26 (RG,140-1).
Lo que llama justamente la atención de Ud. (a) ocupó la mía desde que tuve noticia de los tratados de Panamá. Desde entonces manifesté con más empeño la necesidad urgente del Congreso, y en los últimos números del Redactor puede leer algunos de mis pensamientos y deseos. “Un gouvernement sage ne tente jamais de faire par la riguerur ce qu’ il peut faure bien mieux par l’adreesse et le temps” (a). Hay defectos en nuestra Constitución; pero ella misma dice como puede ser variada o derogada, y este plan sería legal y su ejecución no derramaría sangre. 1827, abril 18 (C, 213-4).
Mi estimado amigo, no ha llegado aún el correo, no se si Ud. Me ha escrito. Pero recibo por el anterior los dos ejemplares que me remitió del impreso: ¿Tenemos Constitución?
Siento vivamente que haya comenzado a escribirse contra la de esa república. Así empieza a dividirse la opinión, esta división va formando dos partidos, los partidos chocan al fin, su choque produce guerra civil; y las guerras intestinas envuelven a los pueblos en todo el caos de males que son consiguientes.
¿Hasta cuándo se conocerá que una ley fundamental decretada por la nación o sus legítimos representantes no puede variarse sin revoluciones horrorosas a menos que la variación se haga del modo designado por la misma ley? En Buenos Aires han sido seguidas unas tras otras las revoluciones porque han sido incesantes los conatos de mudar las formas de su gobierno. El reposo de Colombia ha sido turbado por haberse querido alterar su Constitución. En Centro-América dije desde el año anterior que si se intentaba reformar o derogar nuestra carta constitucional de una manera diversa de la prescrita en ella, habría guerra civil, sangre y muertos. Yo no fui oído; y por no haberlo sido estamos sufriendo todos los males de la guerra intestina.
Dar al pueblo una constitución liberal que sancione los derechos lisonjeros de igualdad y libertad, y querer después variarla de repente, ¿no será exponerse a que se alarme ese pueblo y quiera sostener su carta? ¿Los brazos se mueven los cañones, las manos que manejan los fusiles no son del mismo pueblo?
Es doloroso que la república de Centroamérica empleen en mutaciones repentinas de constituciones el tiempo que debían ocupar en consolidar su independencia y hacer progreso de riqueza. Cuánto habrían avanzado en uno y otro si no se hubiera perdido tantos días en tantas variaciones hechas en tan pocas prudencias y menor previsión. 1827, septiembre 18(C,219).
Pero los momentos precedentes no son los de la oportunidad. En Londres la crisis comercial embarazó los grandes proyectos; y en Centro América la revolución ha impedido los pensamientos de beneficencia ¿debe existir la ley fundamental decretada por la Asamblea, sancionada por el Congreso y jurada por la nación? Esto es lo que ocupa al presente la atención de todos, unos dicen sí; otros dicen no; y esa cuestión es (a mi juicio) la que están discutiendo los fusiles y cañones.
Puede ser que me equivoque. Pero sea la que fuere, convendría que la ilustrase la Razón y la decidiese el congreso; y ni lo uno ni lo otro se verifica pues no hay de hecho libertad de imprenta, ni existe en sentido alguno el Cuerpo Legislativo. Sigue la revolución su marcha; y me parece que no habría si se hubiera oído mi voz,
Vuelvo a repetirlo. Para prevenir la revolución dije desde octubre del año pasado: “Las constituciones de otros Estados no pueden ser abolidas… o variadas hasta que pase el término que prefinen. La de nuestra República puede ser reformada en cualquier tiempo; y ella misma designa el modo con que debe serlo. Si se quiere revocarla, procédase como manda en el último de sus capítulos. Este medio será legal y evitara guerras intestinas.” 1827, noviembre 18 (C,221).
La carta penúltima en que usted me dijo que se estaba tratando de reformar la Constitución, me hizo concebir esperanzas lisonjeras, pero el dictamen de la Comisión ha enlutado las que tenía. No doy mi voto a la nueva organización que se propone del Poder Ejecutivo.
Descubro en ella graves inconvenientes y consecuencias funestas. El poder electoral es lo primero de la República de América deberían reformar porque seremos infelices mientras las elecciones se hagan como se hacen. El poder legislativo es lo segundo que reclama la atención. Los propietarios no tienen la garantías que deben tener ¿Qué importancia que el acto de acordar contribuciones no sea atribución del Ejecutivo, sino del Legislativo? Si el Legislativo está compuesto de individuos que no son propietarios, los impuestos y leyes sobre propiedades, lejos de tener límites, irán llegando sucesivamente a extremos muy dolorosos. No hay legislatura que no aumente empleo y contribuciones.
En tanto que nov se reforma el sistema de elegir, y de legislar serán pequeños nuestros adelantamientos en Riquezas y propiedad general, 1837, julio 3(C, 235).
La constitución política de una nación es siempre objeto de las atenciones. Obra diariamente en todas las clases e individuos, si siente cada día su influencia dañosa o benéfica.
Los pueblos de centro América han fijado su pensamiento en la que comenzó a regirlos desde 1824. Cada partido la ha visto en distinto aspectos, o por distintas fases. Han sido divisas las observaciones, se han formado opiniones diferentes, se pidió la decisión a la fuerza han años anteriores, se espera ahora de una convención o Congreso Constituyente, se pregunta, se consulta, y estos primeros pasos llenan de gozo a los que conocen todos los valores de la paz.
¿Debe abolirse la ley Fundamental que nos ha dirigido por espacio de más de ocho años? Derogada por autoridad legítima, ¿Cuál es el sistema de gobierno que cede adaptarse? ¿Será el central que reúne los poderes en un centro? ¿Será el federal, simplificado de la manera que exigen nuestras necesidades?
La que se llama era constitucional empezó en Europa a fines del siglo próximo, cuando se veían los horrores del nepotismo que se había sufrido, y no se miraban los infiernos de la anarquía que no se había experimentado, cuando los talentos vagaban en los espacios de las abstracciones y no habían decidido al de los experimentos, cuando escribían de Ciencias Políticas, filósofos espirituales, distantes de la materia lejos de los pueblos, retirados del mundo, sin conocimiento práctico de los asuntos, cuando no estaban todavía probadas en las Secretarias y oficinas las teorías de los gabinetes.
Era preciso que la Constitución tuviesen el sello de la experiencia, era necesario que empezaran a sufrir los males de los gobiernos que se llamaban constitucionales los mismo que habían sufrido de los aquéllos que se denominan absolutos.
No buscamos el Bello relativo, no aspiramos a aquel perfecto proporcional a nuestro ser. El entusiasmo del patriotismo no quiso pensar en la humildad de nuestras aptitudes. Voló un Bello ideal, a un hermoso imaginario, a un perfecto de que no somos capaces. Del mismo salón de donde salio el derecho que acordó tertulias patrióticas en los pueblos mas entupidos de indígenas para que en ella se discutiesen los principios políticos en las naciones mas ilustrada de Europa, salio también la constitución que en la capitanean General de Guatemala creo una republica federal y cinco estados soberanos , un congreso y cinco asambleas legislativas, un senado, y cinco consejos de estado , un presidente y un vise-presidente de la republica , cinco jefes y cinco vise-jefes de los estados , una corte suprema y cinco cortes superiores de justicia . Veinte y una secretarias para todas estas autoridades y multitud de funcionarios que exigen seis gobiernos supremos, establecidos en una republica.
Vistan esta constitución en su aspecto político examinando en el económico considerada en moral , meditada en literario presenta sin duda reflexiones tan triste como trascendentales . Yo indicare algunas y de ellas se deducirán la necesidad de su reforma

Cuatro son los poderes creados por la constitución: el electoral, el legislador, el ejecutor, el juzgador, y ninguno de ellos se presenta bien organizado 1832(EP227-9)

Se decretó en 1824 una constitución que exige aptitudes o capacidades superiores a las que existen en la republica.

El movimiento del tiempo lo ha ido manifestando y la experiencia ha hablado su idioma acostumbrado de hechos. Muchos desean reformarse constitucional, otros la repugnan. Creo que triunfante los primeros; pero no si abr acordarse la que conviene temo que suceda lo de Horacio decía a loan poetas “In vitium ducit culpe fuga si caret arte” y pienso que no serán dudables las reformas que se decretan aun en el caso de ser juicioso. El siglo en el que vivimos es el de los partidos, es decir, que las acciones y reacciones no cesa el choque del espíritu con la materia de los capitalistas con los sans-culottes de los hábitos monásticos con los deseos republicanos 1833 junio 30 (C 47).

FROILAN TURCIOS (1875-1943)

Poeta, narrador, periodista y editor. Fundó periódicos y revistas tanto en el exterior como en el interior del país. Es, junto a Molina, el intelectual hondureño más importante de principios del siglo XX. Entre las Revistas fundadas por él destacan: El pensamiento (1894); Revista Nueva (1902); Arte y Letras (1903); Esfinge (1905); Ateneo de Honduras (1913) y Ariel (1925); así como los periódicos: El Tiempo (1904); El Domingo (1908); El Heraldo (1908); los anteriores en Guatemala; y El Heraldo (1909); El Nuevo Tiempo (1911); Boletín de la Defensa Nacional (1924), en Honduras. Murió en San José, Costa Rica. Existen indicios racionales para creer que a su muerte dejó inédita la novela Annabel Lee, a la que J.R. Molina le escribió el prólogo. Intelectual preocupado, como José del Valle, por el devenir de Hispanoamérica y particularmente de América Central, se opuso abiertamente al intervencionismo de los Estados Unidos en la región. Fue secretario de Augusto César Sandino, y contribuyó como pocos a difundir la lucha del nicaragüense por el mundo. Recopiló la obra inédita que al morir dejara su entrañable amigo Juan Ramón Molina en “Tierras, mares y cielos”. Es, posiblemente el mayor animador cultural que ha dado el país y uno de los intelectuales más enérgicos en la defensa de la soberanía nacional.
OBRA: El vampiro (1910); El fantasma blanco (1911), Mariposas (1895); Renglones (1899); Hojas de otoño (1905); Tierra maternal (1911); Prosas nuevas (1914); Floresta sonora (1915); Cuentos de amor y de la muerte (1930); Flor de almendro (1931); Páginas de ayer (1932); Memorias (Edición póstuma, 1980); Cuentos completos (1995).
Sobre su vida y obra es útil consultar de Medardo Mejía “Froylán Turcios en los campos de la estética y del civismo” (1950) y de Alfredo León Gómez “ Ariel, la vida luminosa de Froylán Turcios (1995), entre otros.


A UN ARTISTA

¡Artista solitario y peregrino,
amador del estilo cristalino
y el pálido mármol florentino!
Para tu verso refinado y leve
es la armonía espiritual y breve,
la blancura hiperbórea de la nieve.

Cincelas tus estrofas lapidarias
y tienen tus canciones visionarias
el ritmo de las arpas legendarias.

Para tu blanca musa taciturna
la flor de loto y el perfume vago,
una doliente inspiración nocturna,
la luz de un astro y el rumor de un lago.

Amas lo excelso y frágil. Melancólico
como un grave sonámbulo errabundo
-obsesionado por tu ideal simbólico-
de frente al porvenir cruzas el mundo.

Para las almas rudas y profanas
tu espíritu nació impasible y ciego:
que tus pupilas ávidas y arcanas
aman las cosas tristes y lejanas
y el solemne crepúsculo de fuego.

Si es tu heroico valor para que vueles
hacia la gloria de las altas cimas;
si la fama te dio verdes laureles
por el collar de tus brillantes rimas;

¡oh egregio soñador! ¿por qué no subes
en vigoroso y formidable vuelo
y te ciernes audaz sobre las nubes
bajo la ideal serenidad del cielo?

Deja tu bosque azul de ruiseñores
y ve –en la plena claridad del día–
desafiar del sol los resplandores
y a buscar en las cumbres la bravía
roca en donde anidan los condores.

Deja la tenue suavidad del raso
de las flores sutiles. Tiende el ala
sobre el trágico incendio del ocaso
en la tarde magnífica y sonora;

atraviesa el confín del horizonte,
cruza el abismo de la noche mudo
y envía al nacimiento de la aurora
como un himno de gloria tu saludo.

Más no. Tú eres artista. Eres poeta
que teje milagrosas filigranas
para el encanto de las cosas bellas.

No eres un pensador, ni un gran profeta
pero en la copa del dolor desgranas
tus rimas luminosas como estrellas.

El poeta de las cláusulas sonoras
y del verbo de fuego cuyo canto
pasa así como un bólido encendido
por la azul claridad de las auroras:
el vidente de numen prodigioso
que vierte sangre de su pecho herido
en el social combate rudo y fuerte
y que lanza su grito de victoria
al rodar el abismo de la Muerte;
en el templo sagrado de la gloria,
de la belleza en el recinto sacro,
émulo es del artista que cincela
su palabra armoniosa y fugitiva,
del bardo de las rimas perfumadas,
taciturno amador de las neblinas,
que sueña sus exóticas baladas
al fulgor de las noches argentinas.

Canta, pues, tu divina poesía
que con un velo de pasión revistes.
Deja vagar tu ardiente fantasía
y a través de tu gran melancolía
ama las cosas pálidas y tristes.
Haz de tu bello estilo lapidario
una celeste música. Un sonoro
canto leve y sutil, intenso y vario,
y cincela tu verso y visionario
a la luz de un crepúsculo de oro.




PATRIA INMORTAL

Nada mi tedio fúnebre aminora:
ni el orgullo del nombre resonante,
ni el viaje ideal sobre la mar sonora
tras del ensueño en el azul distante.

Ni la cálida rima que atesora
de la Belleza el signo fulgurante,
ni la tarde, ni el fuego de la aurora,
ni de la luna del fúlgido diamante.

Ni la riqueza, ni el imán violento
del Poder, ni el Amor mi pena umbría
cambian en ilusorio sentimiento.

Sólo me enciendo en cólera que espanta
cuando intenta humillarte, Patria mía,
del extranjero la maldita planta.




LOS ALCARAVANES

Vuelan sobre el verdor de la sabana
con torpes alas que el cansancio oprime,
mientras el viento de la tarde gime
y el sol tramonta en la extensión lejana.

Persiguen sin cesar a la indefensa
culebra que se oculta en los gramales
o inmóviles calientan los nidales
en un rincón de la llanura inmensa.

Del espeso follaje en la verdura
juntos dormitan en la noche obscura
del cruel invierno en las glaciales horas;

y al fulgor de las lunas del verano
perturban, anunciando las auroras,
sus roncos gritos la quietud del llano.

martes, 2 de septiembre de 2008

PUROS CUENTOS

LAS APUESTAS
JORGE LUIS OVIEDO

Apostar era la mitad de la vida, tal vez la vida misma. No existía acción, pensamiento, sueño, juego que no tuviera algo que ver con la competencia.
La vida toda era una apuesta interminable; probablemente lo sigue siendo para todos (pero al modo de cada uno y bajo las reglas que la vida nos va imponiendo), lo sigue siendo en silencio, sin alardes, porque ya no queda tiempo (o queda muy poco) para tantas vanidades estropeadas.
No sabría decir si ese espíritu de competencia que le vierte por los poros, por la respiración, por todas partes, a uno, tan espontáneo y fuerte, nace con nosotros, como los lunares o el carácter, o si en realidad lo adquirimos del ambiente, del mundo que vamos, poco a poco y con asombro, descubriendo. No sabría decirlo.
Sólo sé que detrás de cada acto de la vida, oculto o manifiesto, existe el deseo inquebrantable de satisfacer nuestros proyectos, de satisfacer nuestra vanidad, de darnos cuenta (y pasamos pendientes de ello día y noche) de que cada acto, cada competencia que hagamos o frase que digamos, trascienda más allá de nosotros mismos.
El placer entonces no estaba en obtener una recompensa material (que nunca las hubo), sino en esa rara y profunda sensación de plenitud que produce el saberse ganador. No importaba si la recompensa era un grito, una sonrisa, una carcajada nuestra o una frase de aliento, un apretón de manos o un abrazo.
Para quien constantemente gana las competencias, éstas suelen ser fáciles, flojas y hasta faltas de emoción, a menos que sean especiales. Para mí eran todo lo contrario. Si había alguien con una perseverancia a prueba de huracanes, terremotos y tempestades marinas era la mía. La razón, simple: no había ganado nunca una apuesta que valiera realmente la pena; no obstante me preparaba física y, sobre todo, sicológicamente con esmero.
No hubo sueño mío durante años que no surgiera, que no fuera producto de esa circunstancia que llegó a acaparar mi vida de una forma tan persistente como la posesiva presencia del polvo sobre las cosas.
Sueños que luego se volvieron pesadillas, por la imposibilidad de ganar que surgía siempre; incluso cuando no me veía compitiendo con nadie, sino en esas apuestas interiores que uno se hace para probarse, como cuando nos proponemos subir hasta la copa de un árbol, llegar en un determinado tiempo a un sitio, pegarle una pedrada a un determinado objeto escogido al azar, en fin: Y ahora había vuelto a ocurrir lo mismo, pero no en los sueños de mi noche anterior, sino en este momento, me dije ese sábado que cambió prácticamente el curso de mi vida, el empeño que me hacía verlo todo en función de esa complacencia interior que causa el triunfo. Porque he de ser franco, yo no puedo decir que alguna vez participara en algo solamente por el gusto de competir, lo hacía por el deseo (reprimido como el fuego que producen las cóleras de la impotencia) de ganar, de ser alguna vez el mejor. Y es probable que por esa ansiedad, por esa desesperación, por ese empeño puesto siempre, por los nervios, por tantas cosas que se acumulaban en la mente como cadenas, como frenos, culminaba perdiendo muchas veces en el instante crucial. Luego venía la burla de todos, especialmente la de Efraín, la de Oscar, la de Adán, la de Lando, o la de cualquier otro; y con ello mis lágrimas, la congoja, que no era tanto por la burla sino por mi incapacidad y talvez por esa creciente frustración que se había ido enquistando no sé en que parte de mí hasta hacerme sentir el peor del grupo, en cuestiones donde debía ponerse en juego la habilidad física, la valentía, el arrojo. Había que ser lo suficientemente ágil y nadar bajo de agua un buen trecho o hacer los mejores clavados o saltar desde las ramas más altas de los árboles, especialmente de las ramas de aquel guanacaste, para poder ser como Tarzán, para ser los pequeños reyes de la selva, para ser, fundamentalmente, aunque no lo dijéramos, el más importante del grupo, el más admirado.
Esa era la razón de las apuestas, y por eso las apuestas eran la mitad de la vida y hasta la vida misma; y yo ahora la sabía, ahora lo había entendido mucho mejor y trataba de prepararme mentalmente, de superar de veras una vez por todas, eso es, la fuerza de mis sueños trágicos.
Había amanecido nublado por las recientes lluvias del día anterior.
El clima, sin embargo siguió cálido y húmedo, con un sol que debía capearse los deformes y oscuros nubarrones que le salían al paso en pequeños grupos, para dejarnos ver sus finísimas agujas de cobre con que se le mete a uno en la carne y la va cociendo despacio. Era costumbre nuestra, si no había fútbol, ir al río, ya fuera de las diez de la mañana en adelante o de mediodía abajo. Como había llovido la noche del viernes preferimos ir después del almuerzo.
Efraín y Oscar no fueron, como en anteriores ocasiones, contando los últimos chistes de pepito, aprendidos o inventados. Nunca supe si Efraín inventaba los chistes o los aprendía de alguien, pero no había día que no saliera con uno nuevo. Era su pasión y en eso nadie le ganaba en el grupo. Es probable, ahora recuerdo, que por los exámenes que haríamos la siguiente semana no hubiera tenido tiempo de inventar nada o de averiguar lo suficiente.
También, es muy probable, debido al susto del día anterior cuando se subió, como era costumbre en nosotros, en el andén de una baronesa en marcha y al bajarse se tropezó y se fue de bruces. Las consecuencias en realidad no fueron tantas: raspones en las manos y en el codo derecho. Sin embargo debió asustarse mucho.
Fuimos como siempre, haciéndonos bromas pesadas, bromas que iban con la edad, con nuestros cambios fisiológicos: tocándonos las nalgas, tratándonos de maricas simultáneamente y hablando, con cierta seriedad y petulancia, de las compañeras mejor parecidas del grado. También nos entretuvimos un poco, bajando mangos a pedradas, en fin, haciendo lo que hacíamos cada mediodía todos los días de la vida, excepto los domingos. Fuimos muy devotos.
El río, como lo suponíamos, a causa de las lluvias se encontraba con más agua, con más corriente que la normal, pero el grueso de la crecida había pasado por completo, quedaba únicamente el rastro de la corrientada nocturna, la arena humedecida revuelta con ramas secas, hojas podridas, conchas de cangrejos muertos: vestigios de pequeñísimas vidas acuáticas o terrestres que se van quedando remansadas en los raiceros como la evidencia más palpable del curso que alguna vez tuvieron las aguas. La corriente aún se mantenía oscura, no con el color de chocolate que adquiere cuando el invierno se desata con toda fuerza, sino el color del agua de las lagunas después de las tormentas, un color más bien bayo.
Nos desvestimos en el sitio donde lo hacíamos todos los días, una falda de pura laja que quedaba a unos veinte metros de la orilla y todavía cubierta por la redonda sombra ( como la de un paraguas gigante) del guanacaste. Era probablemente la una de la tarde o talvez menos. El sol asomó intenso en ese momento. Oscar hizo lo de costumbre, buscar una piedra y orinar parando el chorro.
Adán y Pompilio dijeron que irían río-arriba para mirar los sábalos que debían haber subido con la creciente. Lando se quedó sentado, mirándose, con una paciencia que a todos nos daba cólera, una vieja cicatriz que tenía en el pie, paralela al tobillo y al tendón de Aquiles, se la hizo en una cerca de alambre de púas saltando con una vara usada como garrocha, que no resistió su peso. Solamente Efraín buscó la piedra desde donde hacíamos los clavados. Iba silbando la letra de una ranchera que generalmente cantaba cuando en la clase de música el profesor nos mandaba a cantar frente al resto del grado. Yo me quedé viéndome, viéndome por fin ganar una competencia importante, saboreando, disfrutando ese goce, ese placer tan hondo y cierto que produce el saberse por fin el miembro más importante del grupo. Recitando en mi interior las frases siguientes: "Dios tarda pero no olvida, sólo los que no compiten desconocen el triunfo." Y no era para menos, con eso creía otorgarme todo el valor necesario para subir a la más alta de las tres ramas que casi horizontales se tendían una sobre la otra, paralelas a la poza. Era frecuente saltar desde la primera rama, de la segunda solamente Efraín y Oscar saltaban y no lo hacían siempre. De la tercera nunca saltó nadie. Yo no sabría decir si por encontrarse a unos seis metros o más, o porque los casi tres cuerpos de profundidad de la poza, que mantenía normalmente, eran demasiado poco para contrarrestar la caída. O talvez, porque en el fondo, todos teníamos miedo, ese miedo que ahora yo estaba dispuesto a vencer, esa desesperada sensación de incapacidad que produce el temor y que lo acorrala a uno y lo achica y lo hunde más que cualquier fuerza física. Recordé primero a Efraín subiendo el árbol, caminando suelto como un equilibrista de circo sobre la gruesa rama hasta alcanzar el extremo y saltar (sobre aquellas aguas que se me antojaban sedientas), sumergirse en ese abrazo tan hondo y húmedo, como la madre que nos espera a veces con los brazos abiertos y nos mete en su pecho, nos estrecha como si quisiera devolvernos nuevamente a su carne y a su sangre. Lo recordé también cayendo de cabeza, vertical, su cabello castaño y largo como el de un apache del cine, encendido como una estrella fugaz, como un avión de guerra que se precipita a tierra, llameante, partiendo el aire, ahogando su grito tarzanesco con la caída. Y ahora mientras caminaba silbando hasta la piedra, la que nos había servido de motivo para darle nombre a la poza, no lo veía ir, no lo miraba alejándose de mí, con dirección a aquél sitio, sino subiendo el guanacaste como de costumbre, a través de un bejuco, como un pequeño rey de la selva, así, hasta alcanzar la primera rama y luego la segunda y recorrerla, sí, ahora la recorría despacio hasta el extremo, mientras gritaba fanfarrón el ooo... a lo rey de la selva para llamar la atención de todos, para que ninguno de nosotros se quedara sin verlo, sin despegar un instante la mirada, para que no nos perdiéramos el curso de su caída: les va con vuelta de gato gritó y se dejó ir, choumn hizo la caída, mientras se esparcía el agua. Luego Oscar hizo lo mismo, pero sin aventarse de cabeza, sino que dobladas las rodillas. Después vino mi turno, subí como siempre por las ramas del otro lado que casi tocaban el suelo de la falda y no les grité sino hasta que estaba en el extremo de la tercera rama, a seis metros de altura sobre el centro de la poza. Se volvieron a verme, y desde arriba adiviné, más bien descubrí la enorme incredulidad que afloraba de sus desorbitadas miradas, ahora que lo recuerdo sé que el miedo, o más que eso, él terror los dominaba por completo, pero no se atrevieron a decirme nada. Era como si estuvieran esperando la orden de fuego que antecede el adiós de un fusilado. Guardaron silencio y me clavaron no sólo la mirada sino que todos los sentidos, y por primera vez me vieron distinto, como seguramente nunca me habían visto, como no me verían jamás. Les voy a hacer el salto del tigre, les dije, mientras me ponía de pie. Había hecho el trayecto de panza, como si hubiera tenido que cruzar el lomo de un caballo salchicha desde el anca hasta el cuello o el escamoso lomo de una boa, y abrazando, con más vehemencia que un enamorado que espera ansioso a su pareja, aquella rama; sólo entonces, palpé la altura en que me encontraba y sentí vértigo, una posesiva sensación de abandono se me metió en el cuerpo. Era la misma sensación, exactamente la misma impresión experimentada decenas de veces al estar encaramado en algún árbol o en la cornisa, más exactamente en el friso del lado frontal de la iglesia, por donde nos cruzábamos de campanario a campanario Y de donde he caído de bruces muchas veces en una de mis pesadillas más frecuentes. Era esa misma sensación, pero ahora era en cierto modo mucho más que eso, era tal vez premonición; porque ayer había soñado que la rama se quebraba; un sonido inesperado, un chasquido, ese trac, no el trac breve y violento, sino ese trac largo que le prolonga a uno la agonía y le permite adivinar la caída, el golpe final, el estruendo de la ramazón que da contra la arena pedregosa del río y contra las tranquilas aguas de la poza.
Así me había visto la noche anterior en mis sueños. Cayendo precipitado junto a las tres enormes ramas del guanacaste, sintiendo el roce del aire restregarse contra mi rostro, como cuando vamos subidos en la parrilla de las baronesas, y después el golpe seco, más bien duro, de frente, con pecho y cara y no con las rodillas, contra el agua. Y nada más, ni siquiera una breve lucha desesperada contra la muerte, por que sobre mí había caído el peso de la última rama. Así había sido anoche, en ese sueño-pesadilla, así podría ser ahora si me quedaba demasiado tiempo controlando el vértigo. Pero quizás sea mejor regresar, pensé ¿Y si se me corta la respiración en la caída, como les ocurre a los paracaidistas, o si pego contra una roca mis rodillas y me quedo sin poder subir a la superficie? No sé cuantos segundos pasaron, pero yo seguía allí, sentado incapaz de ponerme de pie y saltar sobre la poza que me esperaba abajo, donde haría choumn y probablemente pringaría el cuerpo de mis compañeros, para después salir gozoso, eufórico, gritando que soy el mejor, que al fin he sido el mejor. Y todos me mirarían atónitos, incrédulos y ya no podrían burlarse. Sin embargo, seguía allí, incapacitado nuevamente en el instante crucial, esperando más bien que me hicieran pagar caro mi cobardía con sus burlas. Y eso fue lo que me hizo no cambiar de idea, no desistir, sacar de lo más quieto de mí, desde donde lo tenía humillado, el impulso que había venido cultivando por años. Esbocé una sonrisa que nadie vio, una sonrisa de nervios y de conformidad, de resignación más exactamente. Suspiré, aspiré profundo, cerré los ojos y salté; ya no había posibilidad de volver atrás, no había más manera de regresar, ya por fin estaba hecho, faltaban unos segundos para comenzar a celebrar el triunfo, para ser finalmente; aunque fuera por esta vez, por este fin de semana o durante un mes, el más importante del grupo, el más admirado. Pasaría del último, al primer lugar. Y el lunes en la escuela todos lo sabrían. Ya no sería el derrotado de siempre. Y probablemente alguna de las niñas de mi grado habría de fijarse en mi, ya no sólo iban a quererse aprovechar para que les dijera en el examen. Y ahora sí que faltaba poco, unos instantes brevísimos, casi nada, entrar en el agua, hundirme hasta el fondo, tocar la arena inmóvil, impulsarme con la punta de los pies, nadar un poco hacia la otra orilla, salir suavemente, para causar más expectación entre mis compañeros que se quedarán con la boca abierta. Sí, ahora, por fin, ya todo estaba hecho, ahora, por fin ya era otro; lo sentía, mientras el aire se restregaba conmigo, se restregaba contra mi menudo cuerpo como si fuera un huracán que corre hacia arriba, como si un ventarrón hubiera, de pronto, surgido del fondo de la poza y quisiera suspenderme, así sentí el viento, silbándome; apreté más los ojos y me dejé ir hasta que vino por fin el choumn, ese maldito choumn que no he podido olvidar jamás y que me agarró tan metido en mi abstracción que no lo recuerdo tanto por el sonido que produjo la caída, sino por la fugaz visión del agua esparcida y después la salida de Efraín, ese último esfuerzo angustioso por aferrarse a la vida y esa mirada de terror y resignación con que nos quedó viendo mientras se hundía.
Fue todo tan rápido que cuando Oscar grito: ¡se ahoga, cabrones,! ya Efraín se había embrocado. Casi a un tiempo nos tiramos al agua, sólo entonces caímos en la cuenta de que, a causa de las lluvias de la noche anterior, se había formado un enorme banco de arena. Por eso no nos costó encontrarlo, estaba a medio metro de la superficie, con el cuello partido, la boca llena de arena y sangre, todavía tibio, mirándonos fijamente y terriblemente muerto.
Desde entonces apostar ya no volvió a ser la mitad de la vida, sino la vida misma; claro que ahora ya no importaba llegar a ser el más admirado del grupo por una determinada proeza, sino de irle ganando partidas a la muerte; Arrancándole tirones de tiempo, copiándose el olvido, en fin, prolongando la vida más allá de ella misma, jugársela toda para ganarle la partida final a la muerte; aunque en el fondo no sea nada más que el deseo de satisfacer nuestra vanidad, la satisfacción de darnos cuenta que hay actos nuestros que trascienden más allá de nosotros mismos.

PUROS CUENTOS

LAS APUESTAS

JORGE LUIS OVIEDO

Apostar era la mitad de la vida, tal vez la vida misma. No existía acción, pensamiento, sueño, juego que no tuviera algo que ver con la competencia.
La vida toda era una apuesta interminable; probablemente lo sigue siendo para cada todos nosotros (pero al modo de cada uno y bajo las reglas que la vida nos va imponiendo), lo sigue siendo en silencio, sin alardes, porque ya no queda tiempo (o queda muy poco) para tantas vanidades estropeadas.
No sabría decir si ese espíritu de competencia que le vierte por los poros, por la respiración, por todas partes, a uno, tan espontáneo y fuerte, nace con nosotros, como los lunares o el carácter, o si en realidad lo adquirimos del ambiente, del mundo que vamos, poco a poco y con asombro, descubriendo. No sabría decirlo.
Sólo sé que detrás de cada acto de la vida, oculto o manifiesto, existe él deseo inquebrantable de satisfacer nuestros proyectos, de satisfacer nuestra vanidad, de darnos cuenta (y pasamos pendientes de ello día y noche) de que cada acto, cada competencia que hagamos o frase que digamos, trascienda más allá de nosotros mismos.
El placer entonces no estaba en obtener una recompensa material (que nunca las hubo), sino en esa rara y profunda sensación de plenitud que produce el saberse ganador. No importaba si la recompensa era un grito, una sonrisa, una carcajada nuestra o una frase de aliento, un apretón de manos o un abrazo.
Para quien constantemente gana las competencias, éstas suelen ser fáciles, flojas y hasta faltas de emoción, a menos que sean especiales. Para mí eran todo lo contrario. Si había alguien con una perseverancia a prueba de huracanes, terremotos y tempestades marinas era la mía. La razón, simple: no había ganado nunca una apuesta que valiera realmente la pena; no obstante me preparaba física y, sobre todo, sicológicamente con esmero.
No hubo sueño mío durante años que no surgiera, que no fuera producto de esa circunstancia que llegó a acaparar mi vida de una forma tan persistente como la posesiva presencia del polvo sobre las cosas.
Sueños que luego se volvieron pesadillas, por la imposibilidad de ganar que surgía siempre; incluso cuando no me veía compitiendo con nadie, sino en esas apuestas interiores que uno se hace para probarse, como cuando nos proponemos subir hasta la copa de un árbol, llegar en un determinado tiempo a un sitio, pegarle una pedrada a un determinado objeto escogido al azar, en fin: Y ahora había vuelto a ocurrir lo mismo, pero no en los sueños de mi noche anterior, sino en este momento, me dije ese sábado que cambió prácticamente el curso de mi vida, el empeño que me hacía verlo todo en función de esa complacencia interior que causa el triunfo. Porque he de ser franco, yo no puedo decir que alguna vez participara en algo solamente por el gusto de competir, lo hacía por el deseo (reprimido como el fuego que producen las cóleras de la impotencia) de ganar, de ser alguna vez el mejor. Y es probable que por esa ansiedad, por esa desesperación, por ese empeño puesto siempre, por los nervios, por tantas cosas que se acumulaban en la mente como cadenas, como frenos, culminaba perdiendo muchas veces en el instante crucial. Luego venía la burla de todos, especialmente la de Efraín, la de Oscar, la de Adán, la de Lando, o la de cualquier otro; y con ello mis lágrimas, la congoja, que no era tanto por la burla sino por mi incapacidad y talvez por esa creciente frustración que se había ido enquistando no sé en que parte de mí hasta hacerme sentir el peor del grupo, en cuestiones donde debía ponerse en juego la habilidad física, la valentía, el arrojo. Había que ser lo suficientemente ágil y nadar bajo de agua un buen trecho o hacer los mejores clavados o saltar desde las ramas más altas de los árboles, especialmente de las ramas de aquel guanacaste, para poder ser como Tarzán, para ser los pequeños reyes de la selva, para ser, fundamentalmente, aunque no lo dijéramos, el más importante del grupo, el más admirado.
Esa era la razón de las apuestas, y por eso las apuestas eran la mitad de la vida y hasta la vida misma; y yo ahora la sabía, ahora lo había entendido mucho mejor y trataba de prepararme mentalmente, de superar de veras una vez por todas, eso es, la fuerza de mis sueños trágicos.
Había amanecido nublado por las recientes lluvias del día anterior.
El clima, sin embargo siguió cálido y húmedo, con un sol que debía capearse los deformes y oscuros nubarrones que le salían al paso en pequeños grupos, para dejarnos ver sus finísimas agujas de cobre con que se le mete a uno en la carne y la va cociendo despacio. Era costumbre nuestra, si no había fútbol, ir al río, ya fuera de las diez de la mañana en adelante o de mediodía abajo. Como había llovido la noche del viernes preferimos ir después del almuerzo.
Efraín y Oscar no fueron, como en anteriores ocasiones, contando los últimos chistes de pepito, aprendidos o inventados. Nunca supe si Efraín inventaba los chistes o los aprendía de alguien, pero no había día que no saliera con uno nuevo. Era su pasión y en eso nadie le ganaba en el grupo. Es probable, ahora recuerdo, que por los exámenes que haríamos la siguiente semana no hubiera tenido tiempo de inventar nada o de averiguar lo suficiente.
También, es muy probable, debido al susto del día anterior cuando se subió, como era costumbre en nosotros, en el andén de una baronesa en marcha y al bajarse se tropezó y se fue de bruces. Las consecuencias en realidad no fueron tantas: raspones en las manos y en el codo derecho. Sin embargo debió asustarse mucho.
Fuimos como siempre, haciéndonos bromas pesadas, bromas que iban con la edad, con nuestros cambios fisiológicos: tocándonos las nalgas, tratándonos de maricas simultáneamente y hablando, con cierta seriedad y petulancia, de las compañeras mejor parecidas del grado. También nos entretuvimos un poco, bajando mangos a pedradas, en fin, haciendo lo que hacíamos cada mediodía todos los días de la vida, excepto los domingos. Fuimos muy devotos.
El río, como lo suponíamos, a causa de las lluvias se encontraba con más agua, con más corriente que la normal, pero el grueso de la crecida había pasado por completo, quedaba únicamente el rastro de la corrientada nocturna, la arena humedecida revuelta con ramas secas, hojas podridas, conchas de cangrejos muertos: vestigios de pequeñísimas vidas acuáticas o terrestres que se van quedando remansadas en los raiceros como la evidencia más palpable del curso que alguna vez tuvieron las aguas. La corriente aún se mantenía oscura, no con el color de chocolate que adquiere cuando el invierno se desata con toda fuerza, sino el color del agua de las lagunas después de las tormentas, un color más bien bayo.
Nos desvestimos en el sitio donde lo hacíamos todos los días, una falda de pura laja que quedaba a unos veinte metros de la orilla y todavía cubierta por la redonda sombra ( como la de un paraguas gigante) del guanacaste. Era probablemente la una de la tarde o talvez menos. El sol asomó intenso en ese momento. Oscar hizo lo de costumbre, buscar una piedra y orinar parando el chorro.
Adán y Pompilio dijeron que irían río-arriba para mirar los sábalos que debían haber subido con la creciente. Lando se quedó sentado, mirándose, con una paciencia que a todos nos daba cólera, una vieja cicatriz que tenía en el pie, paralela al tobillo y al tendón de Aquiles, se la hizo en una cerca de alambre de púas saltando con una vara usada como garrocha, que no resistió su peso. Solamente Efraín buscó la piedra desde donde hacíamos los clavados. Iba silbando la letra de una ranchera que generalmente cantaba cuando en la clase de música el profesor nos mandaba a cantar frente al resto del grado. Yo me quedé viéndome, viéndome por fin ganar una competencia importante, saboreando, disfrutando ese goce, ese placer tan hondo y cierto que produce el saberse por fin el miembro más importante del grupo. Recitando en mi interior las frases siguientes: "Dios tarda pero no olvida, sólo los que no compiten desconocen el triunfo." Y no era para menos, con eso creía otorgarme todo el valor necesario para subir a la más alta de las tres ramas que casi horizontales se tendían una sobre la otra, paralelas a la poza. Era frecuente saltar desde la primera rama, de la segunda solamente Efraín y Oscar saltaban y no lo hacían siempre. De la tercera nunca saltó nadie. Yo no sabría decir si por encontrarse a unos seis metros o más, o porque los casi tres cuerpos de profundidad de la poza, que mantenía normalmente, eran demasiado poco para contrarrestar la caída. O talvez, porque en el fondo, todos teníamos miedo, ese miedo que ahora yo estaba dispuesto a vencer, esa desesperada sensación de incapacidad que produce el temor y que lo acorrala a uno y lo achica y lo hunde más que cualquier fuerza física. Recordé primero a Efraín subiendo el árbol, caminando suelto como un equilibrista de circo sobre la gruesa rama hasta alcanzar el extremo y saltar (sobre aquellas aguas que se me antojaban sedientas), sumergirse en ese abrazo tan hondo y húmedo, como la madre que nos espera a veces con los brazos abiertos y nos mete en su pecho, nos estrecha como si quisiera devolvernos nuevamente a su carne y a su sangre. Lo recordé también cayendo de cabeza, vertical, su cabello castaño y largo como el de un apache del cine, encendido como una estrella fugaz, como un avión de guerra que se precipita a tierra, llameante, partiendo el aire, ahogando su grito tarzanesco con la caída. Y ahora mientras caminaba silbando hasta la piedra, la que nos había servido de motivo para darle nombre a la poza, no lo veía ir, no lo miraba alejándose de mí, con dirección a aquél sitio, sino subiendo el guanacaste como de costumbre, a través de un bejuco, como un pequeño rey de la selva, así, hasta alcanzar la primera rama y luego la segunda y recorrerla, sí, ahora la recorría despacio hasta el extremo, mientras gritaba fanfarrón el ooo... a lo rey de la selva para llamar la atención de todos, para que ninguno de nosotros se quedara sin verlo, sin despegar un instante la mirada, para que no nos perdiéramos el curso de su caída: les va con vuelta de gato gritó y se dejó ir, choumn hizo la caída, mientras se esparcía el agua. Luego Oscar hizo lo mismo, pero sin aventarse de cabeza, sino que dobladas las rodillas. Después vino mi turno, subí como siempre por las ramas del otro lado que casi tocaban el suelo de la falda y no les grité sino hasta que estaba en el extremo de la tercera rama, a seis metros de altura sobre el centro de la poza. Se volvieron a verme, y desde arriba adiviné, más bien descubrí la enorme incredulidad que afloraba de sus desorbitadas miradas, ahora que lo recuerdo sé que el miedo, o más que eso, él terror los dominaba por completo, pero no se atrevieron a decirme nada. Era como si estuvieran esperando la orden de fuego que antecede el adiós de un fusilado. Guardaron silencio y me clavaron no sólo la mirada sino que todos los sentidos, y por primera vez me vieron distinto, como seguramente nunca me habían visto, como no me verían jamás. Les voy a hacer el salto del tigre, les dije, mientras me ponía de pie. Había hecho el trayecto de panza, como si hubiera tenido que cruzar el lomo de un caballo salchicha desde el anca hasta el cuello o el escamoso lomo de una boa, y abrazando, con más vehemencia que un enamorado que espera ansioso a su pareja, aquella rama; sólo entonces, palpé la altura en que me encontraba y sentí vértigo, una posesiva sensación de abandono se me metió en el cuerpo. Era la misma sensación, exactamente la misma impresión experimentada decenas de veces al estar encaramado en algún árbol o en la cornisa, más exactamente en el friso del lado frontal de la iglesia, por donde nos cruzábamos de campanario a campanario Y de donde he caído de bruces muchas veces en una de mis pesadillas más frecuentes. Era esa misma sensación, pero ahora era en cierto modo mucho más que eso, era tal vez premonición; porque ayer había soñado que la rama se quebraba; un sonido inesperado, un chasquido, ese trac, no el trac breve y violento, sino ese trac largo que le prolonga a uno la agonía y le permite adivinar la caída, el golpe final, el estruendo de la ramazón que da contra la arena pedregosa del río y contra las tranquilas aguas de la poza.
Así me había visto la noche anterior en mis sueños. Cayendo precipitado junto a las tres enormes ramas del guanacaste, sintiendo el roce del aire restregarse contra mi rostro, como cuando vamos subidos en la parrilla de las baronesas, y después el golpe seco, más bien duro, de frente, con pecho y cara y no con las rodillas, contra el agua. Y nada más, ni siquiera una breve lucha desesperada contra la muerte, por que sobre mí había caído el peso de la última rama. Así había sido anoche, en ese sueño-pesadilla, así podría ser ahora si me quedaba demasiado tiempo controlando el vértigo. Pero quizás sea mejor regresar, pensé ¿Y si se me corta la respiración en la caída, como les ocurre a los paracaidistas, o si pego contra una roca mis rodillas y me quedo sin poder subir a la superficie? No sé cuantos segundos pasaron, pero yo seguía allí, sentado incapaz de ponerme de pie y saltar sobre la poza que me esperaba abajo, donde haría choumn y probablemente pringaría el cuerpo de mis compañeros, para después salir gozoso, eufórico, gritando que soy el mejor, que al fin he sido el mejor. Y todos me mirarían atónitos, incrédulos y ya no podrían burlarse. Sin embargo, seguía allí, incapacitado nuevamente en el instante crucial, esperando más bien que me hicieran pagar caro mi cobardía con sus burlas. Y eso fue lo que me hizo no cambiar de idea, no desistir, sacar de lo más quieto de mí, desde donde lo tenía humillado, el impulso que había venido cultivando por años. Esbocé una sonrisa que nadie vio, una sonrisa de nervios y de conformidad, de resignación más exactamente. Suspiré, aspiré profundo, cerré los ojos y salté; ya no había posibilidad de volver atrás, no había más manera de regresar, ya por fin estaba hecho, faltaban unos segundos para comenzar a celebrar el triunfo, para ser finalmente; aunque fuera por esta vez, por este fin de semana o durante un mes, el más importante del grupo, el más admirado. Pasaría del último, al primer lugar. Y el lunes en la escuela todos lo sabrían. Ya no sería el derrotado de siempre. Y probablemente alguna de las niñas de mi grado habría de fijarse en mi, ya no sólo iban a quererse aprovechar para que les dijera en el examen. Y ahora sí que faltaba poco, unos instantes brevísimos, casi nada, entrar en el agua, hundirme hasta el fondo, tocar la arena inmóvil, impulsarme con la punta de los pies, nadar un poco hacia la otra orilla, salir suavemente, para causar más expectación entre mis compañeros que se quedarán con la boca abierta. Sí, ahora, por fin, ya todo estaba hecho, ahora, por fin ya era otro; lo sentía, mientras el aire se restregaba conmigo, se restregaba contra mi menudo cuerpo como si fuera un huracán que corre hacia arriba, como si un ventarrón hubiera, de pronto, surgido del fondo de la poza y quisiera suspenderme, así sentí el viento, silbándome; apreté más los ojos y me dejé ir hasta que vino por fin el choumn, ese maldito choumn que no he podido olvidar jamás y que me agarró tan metido en mi abstracción que no lo recuerdo tanto por el sonido que produjo la caída, sino por la fugaz visión del agua esparcida y después la salida de Efraín, ese último esfuerzo angustioso por aferrarse a la vida y esa mirada de terror y resignación con que nos quedó viendo mientras se hundía.
Fue todo tan rápido que cuando Oscar grito: ¡se ahoga, cabrones,! ya Efraín se había embrocado. Casi a un tiempo nos tiramos al agua, sólo entonces caímos en la cuenta de que, a causa de las lluvias de la noche anterior, se había formado un enorme banco de arena. Por eso no nos costó encontrarlo, estaba a medio metro de la superficie, con el cuello partido, la boca llena de arena y sangre, todavía tibio, mirándonos fijamente y terriblemente muerto.
Desde entonces apostar ya no volvió a ser la mitad de la vida, sino la vida misma; claro que ahora ya no importaba llegar a ser el más admirado del grupo por una determinada proeza, sino de irle ganando partidas a la muerte; Arrancándole tirones de tiempo, copiándose el olvido, en fin, prolongando la vida más allá de ella misma, jugársela toda para ganarle la partida final a la muerte; aunque en el fondo no sea nada más que el deseo de satisfacer nuestra vanidad, la satisfacción de darnos cuenta que hay actos nuestros que trascienden más allá de nosotros mismos.

JACOBO CÁRCAMO (1916-1959)

Poeta y periodista. Colaboró con el diario El Cronista y las revistas Tegucigalpa y ANC (Asociación Nacional de Cronistas). En México, país donde vivió hasta su muerte, colaboró con los diarios Nacional y El Popular. En 1955 se le concedió el Premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa”. En vida publicó: Flores del alma (1935); Brasas azules (1938); Laurel de Anahuac ; Pino y sangre (1955).


AUNQUE NO ESTOY CONFORME

Aunque no estoy conforme,
yo agradezco a la vida porque he vivido pobre.
Tal vez si fuera rico
tendría el alma dura
y sordos los oídos
y cerrados los ojos.
Tal vez si fuera rico,
mi verso -caracol humano-
no sería esta recia repercusión de pueblos
enloquecidos de hambre.
Aunque no estoy conforme,
yo agradezco a la vida!



ANTIFONA DEL PUÑO

Una mano abierta...
nada más triste que una mano abierta...
es la mano que pide,
la mano que se humilla
por el sol negro de un mendrugo
o por el ojo rojo de un centavo.

Oh el entusiasmo vertical
de un puño en alto...
es como un mástil de orgullos
dispuesto a defenderse,
es como un botón de rebeldías
listo para reclamar.

Nada más bello,
nada más elegante
que alzar como una grímpola de fuego
la protesta redonda de una mano cerrada.




PINOS DE HONDURAS

En los más agresivos litorales...
allí donde las cumbres horadan firmamentos...
allí donde las rocas se orillan de cenit...
donde las aves bordean astros,
y el césped y el rocío
y todo un film de flores y dolores
deambulan por los senos de la nube,
allí enarbolan su virtud los pinos.
Pinos de Honduras...
bayonetas sonoras...
pagodas de zafiros...
capitanes de cordilleras,
con uniformes de tempestades
y con relámpagos por charreteras.
Si un niño es un arbusto vagabundo...
si una madre es ceiba de sangre
vuelta lluvia de luna sobre el mundo...
si en cada hombre hay un poco de árbol,
por las venas de cada hondureño
discurre un mar de pinos sin segundo.
Es sudor campesino la savia de los pinos...
arden sentencias mayas en su escamoso tronco...
es un incienso laico su resina,
y son remedos de flechas remotas
los verdes alfileres de sus hojas.
Pinos de Honduras...
teponaxtles de luz...
cuando la noche adensa sus crayones
y mete su cuchilla en las cabañas...
cuando hasta la montaña se recoge
bajo un cielo de turbios pabellones,
en terrenal tapete de terrones
y entre vientos de cobre,
abre su antigua lámpara el ocote.
En el vértice cívico...
en el pináculo septembrino,
pleno el aire de himnos y la tierra de niños,
el alma está presente como el pino.

Y así también, cuando la mano
sórdida... sanguinaria... sombría,
viola el jazmín y decapita al trino,
entonces con el agua hasta el designio
y los poros abiertos en historia,
junto a la piel del pino escucha el indio.
El descifra botánicos infolios...
él sabe el pensamiento de los árboles
como conoce el pino la raíz de los hombres.

Pinos de Honduras...
que en veranos de ópalo
y frente a gobelinos de arco iris,
extienden por los cerros sus cameras de hojas...
erigen en la brisa castillos de fragancias
y alargan sus rumores...,.
¡Perfumes musicados... sinfonías de olores!
Si en la tarde plagada de revólveres,
frente al panorama gris de buitres
y ante la sombra de la bota empírica...
si cuando nos cubren capuces de exilio,
o se nos va el laurel,
o nos tajan letales destinos,
¡pudiéramos llevarnos nuestros pinos!
Si en nuestros afanes tutelares
fuéramos como el rayo
que se resuelve en lumbre
para condecorarse de pinares!

Pinos de Honduras...
con mucho de escudo y de bandera...
marsellesas cilíndricas...
verticales caminos...
pirámides de índigo...
¡Brazos verdes de indios oprimidos
que entre pinares nacen... y mueren viendo pinos!



A LOS NIÑOS MUERTOS EN LA GUERRA

Por el hombre que andaba en cada niño...
por la madre auroral
derramando ternura en su muñecas...
por el clavel herido en su mañana...
por el quetzal,
condenado a un silencio impenetrable al trino,
y aun embargo ajeno
al odio de los hombres y al amor de los buitres.
Jamás se derramó tanta inocencia...
jamás juntó la tierra tantos cráneos azules...
ni más quejas el viento,
ni más compacta lobreguez el mundo.
En el pecho materno se doblaron...
segados dos por hisopos de metralla,
volaron sus laureles diminutos.
La ley era el obús...
las alas de muerte el mecánico enjambre...
la guerra como un incendio negro por ciudades.

Y en tanto, en las alas de todos los minutos...
sobre amargas comarcas de ceniza,
precipitándose,
perdiéndose,
hundiéndose un cruento y quejumbroso mar de niños.

En sus gritos confluyen los idiomas...
en sus ojos parecen los más raros paisajes
y sus tumbas tiene tatuada la tierra
con agujas de luto
En el páramo chino...
en el suburbio libero...
en las estepa de Lenin
y hasta en los mismos recintos agresivos;

los niños se dan la mano
bajo su universal y frío cementerio.
Y hay orfandad de azul en muchas almas...
corre menos amor por los ríos del mundo...
se ha mutilado al siglo...
las bayonetas rieron en balcones de escuela...
el juvenil rosal crujió bajo la bota
y se mancharon linfas inviolables,
mientras los niños de Etiopía,
los infantes de Francia
y las firmes criaturas eslovacas
opacaban al sol con sus despojos.
Muertos en el anuncio de su canto...
heridos sin tocar el fusil con sus dedos de rosa,
esos niños levantan su voz desde el pasado...
se unen en un solo martilleo de luz.
El humo de sus carnes es nube amurallada
que sangra tibia historia:
películas de llanto...
televisiones tétricas
de niños todos juntos y apretados y yertos.
¡Que el amor de los muertos sea flor de los vivos...
que nos demos al alba
y que el maestro alumbre con su índice
el mapa hecho con sangre de millares de niños!

lunes, 1 de septiembre de 2008

JAIME FONTANA

FONTANA, JAIME (Víctor Eugenio Castañeda) 1922 -1972. Escritor y diplomático; respresentó a Honduras en la Argentina, México, Ecuardo y ante la UNESCO. En 1951 en la Argentina le fue concedido el Premio de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores por su libro "Color Naval" y en 1962 obtuvo el Premio "Asteriscos" de Junín, también en la Argentina. Su libro´más conocido es: "Color Naval" editado en Buenos Aires en 1951.


JAIME FONTANA



EL PINO DE MI PUEBLO

Un verde alcor sobre el macizo andino;
sobre el alcor, granítico peñón;
sobre el peñón, un solitario pino;
sobre el pino... su sueño de ascensión.

Cuando el pueblo tirita entre la suave
neblina cual friolento caracol,
índice audaz, el pino es una grave
acusación al negligente sol.

Y en el estío, cuando el triste ruego
de los campos, llagados por el fuego
hasta su plinto de granito sube,

el providente pino de mi sierra
mata la sed de la abrasada tierra,
abriéndole goteras a la nube.

II
Dios vegetal barbado de esperanza,
nervio y raíz del solariego rito,
en ti la savia de mi suelo alcanza
la geometría funcional del grito.

Eje del viento. Elevas tu osadía
hasta indicar su ruta a la centella;
áncora verde con que el monte
ansia atracar en la rada de la estrella.

Sigue subiendo entre el azul,
erguido, que ni las llamas te verán vencido
ni el huracán te infligirá desmayo

ni el hacha artera cortará tu anhelo:
¡si un día has de morir, será en el cielo
por haber ido a provocar al rayo!


III
Vas al cenit. Mientras tu alcor gallardo
es el parnaso criollo en que el sonoro
zorzal serrano y el cenzontle pardo
discuten trinos con la chorcha de oro.

Yo te he visto subir, y me he nutrido
con tus aires untados de resinas...
¿Te acuerdas? Tu paisaje colorido
solía retozar en mis retinas.

Maestro de horizontes, en la ausencia
destilo tu recuerdo, cuya esencia
vuelve hasta ti con intención votiva

y cuando el mundo mis afanes niega,
para ganar alientos en la brega,
repito tu lección: ¡Arriba! ¡Arriba!



LOS CAMINOS DEL MAR

Quise ir al mar plenario, al mar que muerde
la carne de la selva, áspera y tibia;
a ese mar cimarrón, primario, fuerte.

(No al mar domesticado de los puertos
ni al prisionero mar de las salinas).

Fui a preguntarle al río. Sabía que los hombres
olvidaban el viaje primordial.
(Cuando chico, mi madre me dijo que los ríos
se saben de memoria los caminos del mar).

Viajé hacia los remotos subsuelos de mi sueño.
(Mi sangre es nieta de ese mar).
Entre agua y sombra, entre molusco y astro,
busqué la alquimia germinal.

El mar, nocturno y solo, me habló de sus recuerdos:
de la primera clorofila, de la primera voz,
y de aquella sonrisa terrible -la primera-:
la sonrisa del Hombre cuando ha inventado a Dios.

El mar me dio el secreto: la herencia de su oleaje
sigue rigiendo en el olear del grito,
en las melenas de la fiera,
en el verso, en el fruto; en las caderas
como olas de mi amada;
en los naufragios de la idea;
en el sístole y diástole infinitos.

Se rió de las menudas hazañas de mis dioses
el mar, con su tremenda carcajada.
El mar que inventó el sexo, las alas, las raíces,
e hizo -a su imagen- la primera lágrima.




ESTE VOLVER A HONDURAS

Parece que no habrá nada más tierno que este volver a Honduras:
Llegar con el amor iluminado por años y distancias,
Decir esta es la sierra, este es el aire y este el río del recuerdo
recuperar las voces salpicadas de burlas familiares,
reasumir la niñez en el dormido sabor de esta naranja
y en este olor -que es casi de muchacha- de savia y de panales
que sólo dan los árboles autores de nuestro propio canto.
Porque volver a Honduras es ir de madrugada a los maizales
para espantar los pájaros bisnietos de aquellos que espantamos.
vivir en un mugido, en un relincho, que vienen de la noche,
los sueños, alegrías y peligros de los antiguos campos.
Parece que tendrá mucho de triste nuestro volver a Honduras:
hallar que el calendario no era broma leyendo algunos rostros,
saber que algo no vuelve en estas naves aunque el viajero vuelva
y besar en la frente lo que un día besamos fin la boca.
Parece que también será la lágrima este volver a Honduras:
preguntar por hermanos, por amigos que no nos esperaron,
y el horror de buscar en una tarde de cal y de cipreses
unos nombres: Julián o Federico, Carlos, Daniel o Marcos.
Parece que será feliz y trémulo nuestro volver a Honduras:
vagar por los caminos que asolearon el verso de la infancia,
llevar hasta una loma coronada de flores amarillas
de la mano, a los hijos que fundamos sobre lejanas playas
-más allá de las nieves absolutas, de selvas y de mares–
­y decirles al fin: esta es la cuna y esto el peñón exacto,
esta es la tierra nuestra, la amorosa, la que espera a sus niños,
aquí esparcen su calcio generoso los huesos de mis padres
y el calcio va a la hierba y hace al pino mas jubiloso y alto:
así trabajan todavía quienes nos prestaron la sangre.

Todo será feliz y doloroso, será trémulo y tierno
porque volver a Honduras... me parece que es retomar el canto.