viernes, 5 de septiembre de 2008

EL CUENTO DE LA SEMANA

EL ULTIMO VUELO
DEL PAJARO TRAVIESO

JORGE LUIS OVIEDO

Después de muchos años de incesante trabajo logró terminar su obra maestra.


La idea le comenzó a roer el pensamiento una mañana en que el profesor nos leyó algo sobre un personaje de la mitología griega, que volaba con unas alas de cera que, un mediodía tan calcinante como los del Sur de Honduras en época de verano, se le derritieron en pleno vuelo y se precipitó como fulminado por un rayo, en las aguas de aquellos mares lejanos y antiguos.

Esa misma noche Cesarín soñó que sobrevolaba el pueblo ante la mirada atónita de parientes y amigos que lo vitoreaban con estruendoso entusiasmo. Y al día siguiente decidió, de primas a primeras, abandonar la escuela para entregarse a tiempo completo a la fabrica-ción de un par de alas. Y como él era el sabio de la familia, sus padrastros no tuvieron más remedio que consentirle aquel arrebato de locura.

–Es la voluntad de Dios dijo doña Clementina, con un aire de recompensa, ante el frecuente asedio de sus vecinas más cercanas e indiscretas, quienes hicieron de aquello su plato favorito desde ese día.

Casi dos meses después lograron construir, con la ayuda de un talabartero imaginativo y un carpintero de pocos atrevimientos, un enorme y colorido par de alas de cartón.

Cesarín las contempló con una alegría tan grande y efectiva que no le cabía en el rostro. Sintió que sus vellos se levantaban como cuando sentía frío o se ponía nervioso o aterrado al oír cuentos de aparecidos en boca de Chimayo Flores y que el corazón le retozaba como la briosa estampida de una manada de potros salvajes; y comprobó, por casualidad, que además de hermosas, eran enormes como su locura.

El último domingo de un febrero seco y caluroso, todos en la familia se levantaron de madrugada, más de madrugada que de costumbre, contrario a la vieja tradición familiar de dormir hasta tarde ese día de la semana. Cuando comenzaba a clarear partieron en excursión hacia uno de los terrenos de don Juan José de Jesús Antonio de la Sierra; y en el instante en que las campanas de la iglesia del pueblo anunciaban la misa de seis, ellos alcanzaban la cúspide de uno de los cerros más altos de la región.

Desde aquellas alturas poco frecuentadas, vieron erguirse el sol sobre el filo de las montañas como el furioso ojo de un cíclope, a tiempo que la niebla y la escarcha del amanecer se diluían al contacto con los dorados y ardientes pinchazos de los cien mil dedos solares que se habrían paso entre las sombras, arañando, con precipitada violencia, los últimos rincones de la oscuridad sorprendida en su octavo y último sueño, mientras procedían a sujetarle las alas a Cesarín, quien las extendía con la torpeza de un zopilote cansado; y tratando de darse ánimo, exclamaba con insistencia, al ritmo de una letanía:

–Lo lograremos, mamá, va ver que lo lograremos...
–Sí, mañana serás famoso, replicaba ella, con un tono de duda reprimida que desesperadamente trataba de disimular con unas sonrisas mañaneras que se dibujaba en el rostro con la fragilidad de un mal pintor de retratos.

Pese a los lógicos temores, imaginaba a Cesarín sobrevolando el pueblo y el resto de aldeas cercanas, sostenido por un hilo mágico; y lo veía fotografiado al día siguiente, en pleno vuelo, en todos los periódicos del país, mientras la noticia se difundía como reguero de pólvora por todo el mundo, refiriendo la asombrosa hazaña de su hijo adoptivo. Así lo vio segundos después, cuando él comenzó a tomar impulso hacia el precipicio y ella prefirió cerrar los ojos.

En cambio su marido, escéptico aún, observaba todos los movimientos desde la ladera y calculaba el tamaño del golpe; pero cuando Cesarín estuvo finalmente listo, exclamó resignado: Que se haga la voluntad de Dios.

Casi al instante lo vio tomar impulsó y comprobó por la forma de correr de su hijastro, que tenía su caminado. Eso estaba pensando cuando lo observó, calladamente y sin poder hacer absolutamente nada, ensayar un aleteo inútil para luego hundirse, fácil, como un objeto cualquiera, en la garganta del barranco, tan veloz que Cesarín, aterrado como se sintió, no tuvo tiempo de accionar sus alas.

Cuando dos horas después sobresaltado, por el alboroto que armaba la gente que había contratado su padrastro para rescatarlo de las ramas de aquellos elevados árboles que, casi por milagro, se habían atravesado en su camino para salvarlo de una muerte segura, lo único que se le agolpó en la mente, como una idea imborrable, es que aquél era, apenas, el primer intento.

Don Juan José de Jesús Antonio de la Sierra trató de persuadirlo, diciéndole que cuando terminara el bachillerato lo enviaría a estudiar aviación a los Estados Unidos, y como regalo de graduación, te compraré, le dijo; una avioneta para que podás volar a tu antojo todo el tiempo que te venga en gana.

Todo el mundo creyó que con semejante ofrecimiento Cesarín desistiría; pero no había terminado de recuperarse de sus múltiples magulladuras cuando volvió a emprender un nuevo proyecto. No tardó demasiado tiempo en construirse un nuevo par de alas; esta vez con la ayuda de un sastre ingenioso y un carpintero aprovechado, quienes las fabricaron con marcos de bambú y manta estampada. Aunque muy parecidas a las anteriores, se veían más livianas y resistentes.

Con la experiencia acumulada, a costas del primer fracaso, Cesaran prefirió esperar unas cuantas semanas, durante las cuales efectuó ejercicios diarios con el fin de adquirir la fuerza y práctica necesarias a la hora de llevar a cabo un segundo intento. Casi un mes después invitó a sus principales amigos y parientes, quienes atraídos por la extravagancia nos dimos cita.
Los resultados no pudieron ser peores que los de la primera vez. Sólo que en esta ocasión en vez de quedar enredado entre las ramas de los árboles, cayó de sopetón en una poza del río grande, llena de bañistas incrédulos, quienes se encargaron de rescatarlo.

Algunos pensaron que trataba de un astronauta salido de órbita, otros de algún paracaidista decepcio-nado de la vida por algún amor no correspondido, la mayoría, sin embargo, debido a su apego a la religión, creyeron que se trataba de un ángel moribundo que acababa de ser deportado del cielo, por rebelde, del mismo modo que una vez se hiciera, hace muchísimo tiempo, con Luz Bel.

Pero todo ese mundo de especulación antojadiza se les vino a tierra, cuando tropezaron con el inconfun-dible rostro de Cesarín que, únicamente, reflejaba unas reprimidas y terribles ganas de volar.

Cesarín, necio como decían las vecinas que era, no perdió el aplomo, ante lo rotundo de su segundo fracaso, del cual, a Dios gracias y al agua de la poza, salió mejor librado que de la primera ocasión Una madrugada calurosa como casi todas las madrugadas del trópico despertó sobresaltado y dando saltos de alegría, con los cuales contagió a sus hermanos menores y finalmente a toda la familia, incluidos los vecinos más cercanos, quienes se levantaron creyendo que se trataba de un incendio-.

El alboroto, sin embargo, se debía a una idea genial (de acuerdo con el calificativo que él mismo le otorgó días más tarde). Su madre, como siempre, optó por complacerlo en todo y medió para que su esposo cediera ante los atrevidos planes de Cesarín.
Fue así como, durante los períodos en que las garzas, llegaban a comerse las garrapatas del ganado de don Juan José de Jesús Antonio de la Sierra, sus trabajadores se dedicaron a matarlas y desplumarías, llegando a reunir, en un tiempo relativamente corto, un total de dos millones 266 mil 729 plumas, cantidad más que suficiente para confeccionar las nuevas alas de Cesarín. -Son más bellas que las de los ángeles, repetía llena de gozo doña Clementina cuando las vio terminadas.

Para entonces nadie dudaba ya de la locura de Cesarín y de corno su madre se había ido contagiando progresivamente, al punto de haber abandonado por completo y de una manera brusca, los oficios religiosos, para seguir con detalle las interminables prácticas de su hijastro.

Su vecina de enfrente, doña Azucena Martínez, muy dada a aventurar opiniones, aunque no se las estuviera pidiendo, aseguraba con pose de sabedora profunda en asuntos raros que Cesarín tenía más leña para brujo que para santo. Doña Clementina, sin embargo, con un creciente optimismo, sostenía sin ninguna malicia: “Es la voluntad de Dios". El resto de la gente, más apegada a la lógica y a la realidad, consideraba que todo se debía a la locura colectiva que había contagiado a la familia, y por eso muy a menudo se les escuchaba decir: a nadie que sea cuerdo se le puede ocurrir apoyar semejantes disparates.

Por fin, y después de interminables ensayos que ya amenazaban con volverse eternos, sus padres dispusieron la fecha y el lugar para efectuar el último vuelo; ya que de acuerdo con las perspectivas de don Juan José de Jesús Antonio de la Sierra, si no se mataba –que era lo más probable– había decidido de todos modos no apoyarlo más. De manera que llamar al disparate el tercer intento no era del todo inapropiado, pues al fin y al cabo, ya se sabe que a la tercera es la vencida. Pero lo cierto es que la gente, ocurrente como suele ser, convino de manera casual y espontánea, en ponerle: el último vuelo del pájaro travieso. Para entonces la noticia se había propagado por todos los alrededores. Por eso el tercer domingo de mayo de 1968 a las cuatro de la tarde, una hora antes del vuelo, el pueblo se encontraba intransitable, más intransitable incluso que en época de feria. Todo el mundo andaba buscando el mejor lugar para mirar con lujo de detalles (como dicen los periodistas) el espectáculo que depararía aquella locura.

Casi todos estábamos seguros de que la vaina terminaría en tragedia; por eso muchos de mis compañeros decían, medio en broma y medio en serio: "esta noche habrá velorio en casa de rico".

A las cinco de la tarde la mayor parte de la gente se había aglomerado en la falda del cerro. Hubo un grupo que arregló una manta inmensa. Todo por si a Cesarín se le ocurría desplomarse o desplumarse, como dijeron otros, que era lo más seguro, debido a los rotundos fracasos anteriores, que si no terminaron en tragedia es porque no le había llegado la hora.

A la cima solamente subimos sus dos amigos íntimos y no tanto porque nos agradaba la idea de estar allí, si no porque él insistió con ruegos diciendo que nosotros le inspirábamos valor, aunque en realidad –y eso mucho tiempo atrás– nada más le dábamos cuerda y le seguíamos la corriente; pero cuando vimos que su travesura se estaba convirtiendo en una cosa de locos, optamos por hacernos los desentendidos, no obstante, a la hora de la verdad de nada nos valió. Por eso allí estábamos ahora junto a sus padrastros, a sus hermanos y al cura. ¡Era de vernos! Estábamos más nerviosos que el propio Cesarín. Doña Clementina, a pesar del optimismo que trataba de expresar con sus palabras de aliento, se mostraba agitada e inquieta. Una ola de aflicción le saltaba a empellones, exactamente, en la mitad de su rostro, ceniciento y regordete, mientras se frotaba las manos con insistencia como si tratara de desprenderse alguna mancha de la piel, a tiempo que de sus escuálidos ojillos afloraba, a borbotones, la duda y el misterio. Don Juan José de Jesús Antonio de la Sierra, por su parte, no hacía más que rascarse la barbilla y muy de vez en cuando, su rala cabellera gris. Sus hermanastros, en cambio, gozaban a mares al ver a Cesarín agitando sus alas con notable dominio. El cura, metido en su oscura sotana, rezaba un rosario pronunciando los padrenuestros y las avemarías a medias, a través de un prolongado susurro que más bien parecía que estaba paladeando el café. En un par de ocasiones lo escuchamos decir: “Haz, Señor que se haga tu voluntad y perdónanos si con esto ofendemos tu nombre y tu divina gracia”. Por su parte, Andrés, mi compañero, se había sumergido entero en las aguas del asombro y observaba en silencio, con la precisión de un cirujano, cada movimiento, cada detalle. Yo tenía la certeza de que Cesarín volvería a desgajarse como un zopilote fulminado por un disparo, pensaba en el tiempo que le llevaría reponerse del susto y los golpes, y en el día en que estaríamos de nuevo, presenciando otro último vuelo.

A las cinco en punto de la tarde, como dije, hora en que se había previsto el vuelo, Cesarín inició su recorrido unos cincuenta y tantos metros antes de la hondonada. Hacía un viento favorable que arrastraba consigo una amarilla nube de polen. La tarde continuaba despejada y fresca. El sol se veía semihundido a lo lejos sobre las azules montañas, ya naranja y con poco brillo y calor. Y a unos cincuenta metros más abajo, en las pedregosas faldas del cerro, los curiosos se sumieron en un profundo y prolongado silencio (que en este caso no tenía por qué ser sepulcral). Muchos de ellos ni siquiera lo vieron arrancar a trote regular, pero dado lo intenso de aquel silencio, escucharon sus pasos golpeando la dura costra del cerro. Se percataron, solamente de oídas, del primer resbalón sufrido al nomás arrancar, y que por poco lo hace caer, pero él supo muy bien mantener el equilibrio. Fue entonces cuando reparé en su rostro visiblemente pálido. Supe que sudaba de una manera rara; daba la impresión de que sobre su cara había caído una llovizna repentina. Me miró de reojo y sonrió, después mantuvo la mirada fija y firme hacia adelante, como si a través de ella se sostendría en el aire, y no con las fuerzas de sus brazos y el hábil manejo de sus enormes alas blancas y olorosas a loción de afeitar –porque a última hora su padrastro dio la orden de que les echaran algo, para contrarrestar el olor a garza que todavía exhalaban–. Cuando pasó frente a mí me di cuenta que en realidad veía en dirección hacia una nube de pájaros (pericos recuerdo) que en ese momento cruzaban el aire con su ignorancia a cuestas. Le faltarían unos 20 o 25 metros cuando lo vi dar un segundo resbalón, menos brusco que el primero. Para entonces su madre además de haber cerrado los ojos se había tapado el rostro con ambas manos; el cura dejó escapar un pujido, mientras sus hermanos, corriendo en dirección contraria, estuvieron apunto de cortarle el paso; pero ante el inesperado grito de su padre se detuvieron a unos metros de Cesarín, quien unos segundos después se precipitó al vació con las alas extendidas.

Todo el mundo enmudeció, pero no por la expectación sino por el asombro, cuando lo vieron dar unos torpes aletazos de pájaro tierno que se fueron haciendo cada vez más intensos y rítmicos.
Doña Clementina, que se terminó acercando por inercia al borde del precipicio, con el fin de observar la caída de su hijo, cuando descubrió que todo el pueblo tenía la vista puesta en el cielo, cayó en la cuenta y sin divisar siquiera a Cesarín, comenzó a dar saltos de alegría y a gritar: lo logró, lo logró...

Esa noche, si bien no hubo velorio en casa de rico, hubo carnaval en el pueblo; y cada uno comentó a su manera el increíble suceso.

Doña Clementina, presa aún en su asombro, mientras repartía tortas y café a la gente que llenó su casa en tropel, seguía repitiendo: “Lo logró, vio usted, como lo logró... y ustedes que decían que yo estaba loca porque lo apoyaba... yo siempre tuve fe, ya ven que lo logró...”

Pasó una semana y pasaron dos semanas y pasaron tres y unos días más y Cesarín no regresaba. Algunas personas, entre ellas el cura, sostenían con una fe ciega que se había convertido en ángel y que a esas alturas se encontraba, a lo mejor, tocándole las puertas a San Pedro; los más incrédulos, sostenían que encontraría en algún pueblo cercano divirtiendo a la gente; otros decían que probablemente estaría muerto en alguna hondonada. Doña Azucena Martínez, por su parte, se limitó a decir: “Bien decía yo que Cesarín tenía más leña para brujo que para santo.”

Lo cierto es que un mes después de estar afanados en su búsqueda por todos los lugares de la región, no se pudo dar con él. Cuadrillas enteras de hombres bien equipados recorrieron la cordillera buscando entre los árboles, bajo las piedras, en los ríos, en las hondonadas, preguntando a toda persona que encontraban al paso; en las aldeas y pueblos anduvieron casa por casa; simultáneamente se colocaron avisos en la radio y en los periódicos, por si había ido a caer a algún sitio lejano, pero no se llegó a saber absolutamente nada de él.

Esto sirvió para que el cura confirmara sus sospechas divinas. Para entonces, su madrastra, doña Clementina, había comenzado a prepararse unas alas, solamente que con plumas de zopilotes por la escasez de garzas, para ir en busca de Cesarín.



LA CALLE PROHIBIDA
POMPEYO DEL VALLE

A PILI (PRIMERO LAS DAMAS) Y A CARLOS FERNÁNDEZ, BAJO EL CIELO DE MÉXICO

En un café de la plaza Saint - Michel de París, la taciturna y el viejo emigrante de una pequeña nación hispanoamericana oye, escéptico, los pormenores de la situación política y social de su tierra, de la que esta ausente hace más de veinte año. Al hombre se le antojaban increíbles relatos que hacen algunos jóvenes recién llegados ala urbe con el animo de estudiar cuando no de alcanzar la gloria. Entre los relatos hay uno que, de especial manera, escalda a nuestro hombre: el caudillo que ha convertido la pequeña república tropical en su hacienda particular tiene una concubina a la que honra con una visita reglamentaria todos los viernes, pues, a la par de metódico, es muy supersticioso. Durante el tiempo que dura esa visita se cuatro de la tarde a siete de la noche , ni un minuto mas, ni un minuto menos- esta terminantemente prohibido el tránsito de vehículos y peatones por la calle que vive la amasia. Además, todas las puertas y ventanas de las casas del vecindario deben estar completamente cerradas. Los infractores de la ley sufren una sanción terrible: son dados por alimento a los caballos diabólicos de dictador.

Bartolo Gris- que está en el nombre del incrédulo- decide un día, olvidado ya del cuento, ir a pasar unas breves vacaciones en su país natal, por el que experimenta vaga nostalgia. Como no tiene parientes en la capital- donde se ha detenido para viajar posteriormente al interior del país, a su minúscula provincia se aloja en un hotel y lucha desde el primer momento por acostumbrarse ala extraña atmósfera que parece envolverlo desde que bajo del avión, en el primitivo aeropuerto. Toma una ducha fría, bebe en bar. Un tonificante baso de güisqui con soda y sale, ya laxo a dar un paseo por la ciudad, en uno de cuyos colegios curso el bachillerato y hasta fue capitán del equipo de básquet.

El hombre y las horas discurren. Sin darse cuenta- su memoria se halla lastrado por los recuerdos- ha entrado en la calle prohibida todo esta allí tranquilo, solitario, como petrificado. No se mueva una hoja. Bartolo Gris se escoge de hombros y empieza a silbar bajito, como cuando se tiene miedo o no se sabe que hacer. De repente el débil silbido se la hiela en los labios al irrumpir, el silencio como si no tocara el suelo empedrado, un negro carruaje, tirado por seis caballos, también negros, el cochero abandona el pescante y abre la puerta derecha del vehículo. Del interior brota primero una mano cuyo dedo anular ostenta una sortija que lleva engastada una enorme piedra purpúrea; luego asoma una pata descomunal, de macho cabrío, que proyecta una larga sombra sobre la tierra y aun sube por las altas paredes, hasta prenderse en el borde, ribeteado de sangre, de las nubes de trapo. Es la sombra nacional, la sombra gigante del amo absoluto de aquel feudo construido entre montes azules y rió con peses sonámbulos.

Los ojos del grande y poderoso señor recorren la calle sola, polvorienta, y descubren al incauto que permanece inmóvil, mirándolo, bajo el rótulo de una pescadería. En las pupilas omnímodas se encienden dos rojos puntos de cólera que parecen cobrar vida independiente, como dos animales esféricos, Y Bartolo Gris se encuentra de pronto flotando en el vació levitado, sacudido en el aire eléctrico. Sus ropas se vuelven anchas inmensas, como negras praderas donde caballos enloquecidos batallan con dragones de azufre, y mira, angustiado, el color verde que va cubriendo su piel, sus manos, sus uñas. Se acuerda de las noches pasadas en las Riberas Francesas y suda y sonríe y suspira doloroso conmovido por las saudade como dicen en el Brasil. También piensa en que el billar ha sido unos de sus pasatiempos favoritos. Ve, con la imaginación, las lisas esferas de marfil corriendo por la suave felpa y hundiéndose en las buchacas de cuero, después de trazar alegres carambolas. Sus piernas ya no tienen fuerzas para sostenerlo. Se doblan como frágiles briznas, lo dejan caer pesadamente convertido en un montón de zacate fresco, dentro de su impecable traje de corte inglés.

El cochero recoge el haz de hierba húmeda y resplandeciente, y se la ofrece a uno de los caballos que arrastran la carroza del comandante supremo de la fuerza de tierra, mar y aire y presidente vitalicio de la república

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