LAS APUESTAS
JORGE LUIS OVIEDO
Apostar era la mitad de la vida, tal vez la vida misma. No existía acción, pensamiento, sueño, juego que no tuviera algo que ver con la competencia.
La vida toda era una apuesta interminable; probablemente lo sigue siendo para cada todos nosotros (pero al modo de cada uno y bajo las reglas que la vida nos va imponiendo), lo sigue siendo en silencio, sin alardes, porque ya no queda tiempo (o queda muy poco) para tantas vanidades estropeadas.
No sabría decir si ese espíritu de competencia que le vierte por los poros, por la respiración, por todas partes, a uno, tan espontáneo y fuerte, nace con nosotros, como los lunares o el carácter, o si en realidad lo adquirimos del ambiente, del mundo que vamos, poco a poco y con asombro, descubriendo. No sabría decirlo.
Sólo sé que detrás de cada acto de la vida, oculto o manifiesto, existe él deseo inquebrantable de satisfacer nuestros proyectos, de satisfacer nuestra vanidad, de darnos cuenta (y pasamos pendientes de ello día y noche) de que cada acto, cada competencia que hagamos o frase que digamos, trascienda más allá de nosotros mismos.
El placer entonces no estaba en obtener una recompensa material (que nunca las hubo), sino en esa rara y profunda sensación de plenitud que produce el saberse ganador. No importaba si la recompensa era un grito, una sonrisa, una carcajada nuestra o una frase de aliento, un apretón de manos o un abrazo.
Para quien constantemente gana las competencias, éstas suelen ser fáciles, flojas y hasta faltas de emoción, a menos que sean especiales. Para mí eran todo lo contrario. Si había alguien con una perseverancia a prueba de huracanes, terremotos y tempestades marinas era la mía. La razón, simple: no había ganado nunca una apuesta que valiera realmente la pena; no obstante me preparaba física y, sobre todo, sicológicamente con esmero.
No hubo sueño mío durante años que no surgiera, que no fuera producto de esa circunstancia que llegó a acaparar mi vida de una forma tan persistente como la posesiva presencia del polvo sobre las cosas.
Sueños que luego se volvieron pesadillas, por la imposibilidad de ganar que surgía siempre; incluso cuando no me veía compitiendo con nadie, sino en esas apuestas interiores que uno se hace para probarse, como cuando nos proponemos subir hasta la copa de un árbol, llegar en un determinado tiempo a un sitio, pegarle una pedrada a un determinado objeto escogido al azar, en fin: Y ahora había vuelto a ocurrir lo mismo, pero no en los sueños de mi noche anterior, sino en este momento, me dije ese sábado que cambió prácticamente el curso de mi vida, el empeño que me hacía verlo todo en función de esa complacencia interior que causa el triunfo. Porque he de ser franco, yo no puedo decir que alguna vez participara en algo solamente por el gusto de competir, lo hacía por el deseo (reprimido como el fuego que producen las cóleras de la impotencia) de ganar, de ser alguna vez el mejor. Y es probable que por esa ansiedad, por esa desesperación, por ese empeño puesto siempre, por los nervios, por tantas cosas que se acumulaban en la mente como cadenas, como frenos, culminaba perdiendo muchas veces en el instante crucial. Luego venía la burla de todos, especialmente la de Efraín, la de Oscar, la de Adán, la de Lando, o la de cualquier otro; y con ello mis lágrimas, la congoja, que no era tanto por la burla sino por mi incapacidad y talvez por esa creciente frustración que se había ido enquistando no sé en que parte de mí hasta hacerme sentir el peor del grupo, en cuestiones donde debía ponerse en juego la habilidad física, la valentía, el arrojo. Había que ser lo suficientemente ágil y nadar bajo de agua un buen trecho o hacer los mejores clavados o saltar desde las ramas más altas de los árboles, especialmente de las ramas de aquel guanacaste, para poder ser como Tarzán, para ser los pequeños reyes de la selva, para ser, fundamentalmente, aunque no lo dijéramos, el más importante del grupo, el más admirado.
Esa era la razón de las apuestas, y por eso las apuestas eran la mitad de la vida y hasta la vida misma; y yo ahora la sabía, ahora lo había entendido mucho mejor y trataba de prepararme mentalmente, de superar de veras una vez por todas, eso es, la fuerza de mis sueños trágicos.
Había amanecido nublado por las recientes lluvias del día anterior.
El clima, sin embargo siguió cálido y húmedo, con un sol que debía capearse los deformes y oscuros nubarrones que le salían al paso en pequeños grupos, para dejarnos ver sus finísimas agujas de cobre con que se le mete a uno en la carne y la va cociendo despacio. Era costumbre nuestra, si no había fútbol, ir al río, ya fuera de las diez de la mañana en adelante o de mediodía abajo. Como había llovido la noche del viernes preferimos ir después del almuerzo.
Efraín y Oscar no fueron, como en anteriores ocasiones, contando los últimos chistes de pepito, aprendidos o inventados. Nunca supe si Efraín inventaba los chistes o los aprendía de alguien, pero no había día que no saliera con uno nuevo. Era su pasión y en eso nadie le ganaba en el grupo. Es probable, ahora recuerdo, que por los exámenes que haríamos la siguiente semana no hubiera tenido tiempo de inventar nada o de averiguar lo suficiente.
También, es muy probable, debido al susto del día anterior cuando se subió, como era costumbre en nosotros, en el andén de una baronesa en marcha y al bajarse se tropezó y se fue de bruces. Las consecuencias en realidad no fueron tantas: raspones en las manos y en el codo derecho. Sin embargo debió asustarse mucho.
Fuimos como siempre, haciéndonos bromas pesadas, bromas que iban con la edad, con nuestros cambios fisiológicos: tocándonos las nalgas, tratándonos de maricas simultáneamente y hablando, con cierta seriedad y petulancia, de las compañeras mejor parecidas del grado. También nos entretuvimos un poco, bajando mangos a pedradas, en fin, haciendo lo que hacíamos cada mediodía todos los días de la vida, excepto los domingos. Fuimos muy devotos.
El río, como lo suponíamos, a causa de las lluvias se encontraba con más agua, con más corriente que la normal, pero el grueso de la crecida había pasado por completo, quedaba únicamente el rastro de la corrientada nocturna, la arena humedecida revuelta con ramas secas, hojas podridas, conchas de cangrejos muertos: vestigios de pequeñísimas vidas acuáticas o terrestres que se van quedando remansadas en los raiceros como la evidencia más palpable del curso que alguna vez tuvieron las aguas. La corriente aún se mantenía oscura, no con el color de chocolate que adquiere cuando el invierno se desata con toda fuerza, sino el color del agua de las lagunas después de las tormentas, un color más bien bayo.
Nos desvestimos en el sitio donde lo hacíamos todos los días, una falda de pura laja que quedaba a unos veinte metros de la orilla y todavía cubierta por la redonda sombra ( como la de un paraguas gigante) del guanacaste. Era probablemente la una de la tarde o talvez menos. El sol asomó intenso en ese momento. Oscar hizo lo de costumbre, buscar una piedra y orinar parando el chorro.
Adán y Pompilio dijeron que irían río-arriba para mirar los sábalos que debían haber subido con la creciente. Lando se quedó sentado, mirándose, con una paciencia que a todos nos daba cólera, una vieja cicatriz que tenía en el pie, paralela al tobillo y al tendón de Aquiles, se la hizo en una cerca de alambre de púas saltando con una vara usada como garrocha, que no resistió su peso. Solamente Efraín buscó la piedra desde donde hacíamos los clavados. Iba silbando la letra de una ranchera que generalmente cantaba cuando en la clase de música el profesor nos mandaba a cantar frente al resto del grado. Yo me quedé viéndome, viéndome por fin ganar una competencia importante, saboreando, disfrutando ese goce, ese placer tan hondo y cierto que produce el saberse por fin el miembro más importante del grupo. Recitando en mi interior las frases siguientes: "Dios tarda pero no olvida, sólo los que no compiten desconocen el triunfo." Y no era para menos, con eso creía otorgarme todo el valor necesario para subir a la más alta de las tres ramas que casi horizontales se tendían una sobre la otra, paralelas a la poza. Era frecuente saltar desde la primera rama, de la segunda solamente Efraín y Oscar saltaban y no lo hacían siempre. De la tercera nunca saltó nadie. Yo no sabría decir si por encontrarse a unos seis metros o más, o porque los casi tres cuerpos de profundidad de la poza, que mantenía normalmente, eran demasiado poco para contrarrestar la caída. O talvez, porque en el fondo, todos teníamos miedo, ese miedo que ahora yo estaba dispuesto a vencer, esa desesperada sensación de incapacidad que produce el temor y que lo acorrala a uno y lo achica y lo hunde más que cualquier fuerza física. Recordé primero a Efraín subiendo el árbol, caminando suelto como un equilibrista de circo sobre la gruesa rama hasta alcanzar el extremo y saltar (sobre aquellas aguas que se me antojaban sedientas), sumergirse en ese abrazo tan hondo y húmedo, como la madre que nos espera a veces con los brazos abiertos y nos mete en su pecho, nos estrecha como si quisiera devolvernos nuevamente a su carne y a su sangre. Lo recordé también cayendo de cabeza, vertical, su cabello castaño y largo como el de un apache del cine, encendido como una estrella fugaz, como un avión de guerra que se precipita a tierra, llameante, partiendo el aire, ahogando su grito tarzanesco con la caída. Y ahora mientras caminaba silbando hasta la piedra, la que nos había servido de motivo para darle nombre a la poza, no lo veía ir, no lo miraba alejándose de mí, con dirección a aquél sitio, sino subiendo el guanacaste como de costumbre, a través de un bejuco, como un pequeño rey de la selva, así, hasta alcanzar la primera rama y luego la segunda y recorrerla, sí, ahora la recorría despacio hasta el extremo, mientras gritaba fanfarrón el ooo... a lo rey de la selva para llamar la atención de todos, para que ninguno de nosotros se quedara sin verlo, sin despegar un instante la mirada, para que no nos perdiéramos el curso de su caída: les va con vuelta de gato gritó y se dejó ir, choumn hizo la caída, mientras se esparcía el agua. Luego Oscar hizo lo mismo, pero sin aventarse de cabeza, sino que dobladas las rodillas. Después vino mi turno, subí como siempre por las ramas del otro lado que casi tocaban el suelo de la falda y no les grité sino hasta que estaba en el extremo de la tercera rama, a seis metros de altura sobre el centro de la poza. Se volvieron a verme, y desde arriba adiviné, más bien descubrí la enorme incredulidad que afloraba de sus desorbitadas miradas, ahora que lo recuerdo sé que el miedo, o más que eso, él terror los dominaba por completo, pero no se atrevieron a decirme nada. Era como si estuvieran esperando la orden de fuego que antecede el adiós de un fusilado. Guardaron silencio y me clavaron no sólo la mirada sino que todos los sentidos, y por primera vez me vieron distinto, como seguramente nunca me habían visto, como no me verían jamás. Les voy a hacer el salto del tigre, les dije, mientras me ponía de pie. Había hecho el trayecto de panza, como si hubiera tenido que cruzar el lomo de un caballo salchicha desde el anca hasta el cuello o el escamoso lomo de una boa, y abrazando, con más vehemencia que un enamorado que espera ansioso a su pareja, aquella rama; sólo entonces, palpé la altura en que me encontraba y sentí vértigo, una posesiva sensación de abandono se me metió en el cuerpo. Era la misma sensación, exactamente la misma impresión experimentada decenas de veces al estar encaramado en algún árbol o en la cornisa, más exactamente en el friso del lado frontal de la iglesia, por donde nos cruzábamos de campanario a campanario Y de donde he caído de bruces muchas veces en una de mis pesadillas más frecuentes. Era esa misma sensación, pero ahora era en cierto modo mucho más que eso, era tal vez premonición; porque ayer había soñado que la rama se quebraba; un sonido inesperado, un chasquido, ese trac, no el trac breve y violento, sino ese trac largo que le prolonga a uno la agonía y le permite adivinar la caída, el golpe final, el estruendo de la ramazón que da contra la arena pedregosa del río y contra las tranquilas aguas de la poza.
Así me había visto la noche anterior en mis sueños. Cayendo precipitado junto a las tres enormes ramas del guanacaste, sintiendo el roce del aire restregarse contra mi rostro, como cuando vamos subidos en la parrilla de las baronesas, y después el golpe seco, más bien duro, de frente, con pecho y cara y no con las rodillas, contra el agua. Y nada más, ni siquiera una breve lucha desesperada contra la muerte, por que sobre mí había caído el peso de la última rama. Así había sido anoche, en ese sueño-pesadilla, así podría ser ahora si me quedaba demasiado tiempo controlando el vértigo. Pero quizás sea mejor regresar, pensé ¿Y si se me corta la respiración en la caída, como les ocurre a los paracaidistas, o si pego contra una roca mis rodillas y me quedo sin poder subir a la superficie? No sé cuantos segundos pasaron, pero yo seguía allí, sentado incapaz de ponerme de pie y saltar sobre la poza que me esperaba abajo, donde haría choumn y probablemente pringaría el cuerpo de mis compañeros, para después salir gozoso, eufórico, gritando que soy el mejor, que al fin he sido el mejor. Y todos me mirarían atónitos, incrédulos y ya no podrían burlarse. Sin embargo, seguía allí, incapacitado nuevamente en el instante crucial, esperando más bien que me hicieran pagar caro mi cobardía con sus burlas. Y eso fue lo que me hizo no cambiar de idea, no desistir, sacar de lo más quieto de mí, desde donde lo tenía humillado, el impulso que había venido cultivando por años. Esbocé una sonrisa que nadie vio, una sonrisa de nervios y de conformidad, de resignación más exactamente. Suspiré, aspiré profundo, cerré los ojos y salté; ya no había posibilidad de volver atrás, no había más manera de regresar, ya por fin estaba hecho, faltaban unos segundos para comenzar a celebrar el triunfo, para ser finalmente; aunque fuera por esta vez, por este fin de semana o durante un mes, el más importante del grupo, el más admirado. Pasaría del último, al primer lugar. Y el lunes en la escuela todos lo sabrían. Ya no sería el derrotado de siempre. Y probablemente alguna de las niñas de mi grado habría de fijarse en mi, ya no sólo iban a quererse aprovechar para que les dijera en el examen. Y ahora sí que faltaba poco, unos instantes brevísimos, casi nada, entrar en el agua, hundirme hasta el fondo, tocar la arena inmóvil, impulsarme con la punta de los pies, nadar un poco hacia la otra orilla, salir suavemente, para causar más expectación entre mis compañeros que se quedarán con la boca abierta. Sí, ahora, por fin, ya todo estaba hecho, ahora, por fin ya era otro; lo sentía, mientras el aire se restregaba conmigo, se restregaba contra mi menudo cuerpo como si fuera un huracán que corre hacia arriba, como si un ventarrón hubiera, de pronto, surgido del fondo de la poza y quisiera suspenderme, así sentí el viento, silbándome; apreté más los ojos y me dejé ir hasta que vino por fin el choumn, ese maldito choumn que no he podido olvidar jamás y que me agarró tan metido en mi abstracción que no lo recuerdo tanto por el sonido que produjo la caída, sino por la fugaz visión del agua esparcida y después la salida de Efraín, ese último esfuerzo angustioso por aferrarse a la vida y esa mirada de terror y resignación con que nos quedó viendo mientras se hundía.
Fue todo tan rápido que cuando Oscar grito: ¡se ahoga, cabrones,! ya Efraín se había embrocado. Casi a un tiempo nos tiramos al agua, sólo entonces caímos en la cuenta de que, a causa de las lluvias de la noche anterior, se había formado un enorme banco de arena. Por eso no nos costó encontrarlo, estaba a medio metro de la superficie, con el cuello partido, la boca llena de arena y sangre, todavía tibio, mirándonos fijamente y terriblemente muerto.
Desde entonces apostar ya no volvió a ser la mitad de la vida, sino la vida misma; claro que ahora ya no importaba llegar a ser el más admirado del grupo por una determinada proeza, sino de irle ganando partidas a la muerte; Arrancándole tirones de tiempo, copiándose el olvido, en fin, prolongando la vida más allá de ella misma, jugársela toda para ganarle la partida final a la muerte; aunque en el fondo no sea nada más que el deseo de satisfacer nuestra vanidad, la satisfacción de darnos cuenta que hay actos nuestros que trascienden más allá de nosotros mismos.
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