EL MITO DE LOS HEROES
Jorge Luis Oviedo
Los héroes, aunque no son una invención moderna ( La modernidad es una manifestación de lo que bien puede denominarse presente histórico, ni pertenece al pasado ni al futuro, sino a lo actual en un momento determinado. Homero fue moderno en su momento, como lo sería Quevedo en el suyo muchos siglos después.) o dicho de otro modo, de la época actual, se han modificado en el transcurso de los siglos; y se manifiesta en ellos, en lo que representan para el imaginario popular, el predominio de una conciencia mítica, la cual subsiste aún ( pese a la existencia paralela de la actual revolución telemática) como sustento de la animación colectiva.
Si uno revisa las diversas culturas de la antigüedad descubre en ellas un amplio repertorio de seres imaginarios (Borges escribió un libro con ese título y describe, con su estilo, aquellos que, sin duda le resultaban más atractivos a su imaginación) y un extenso universo de mitos en torno a cada uno de ellos. Encarnan, en su conjunto, una necesidad existencial del ser humano: sustentarse en algo, en alguien. Darle validez a su pasado para encontrarle razón de ser (quizás) a su presente; y mejores posibilidades a su futuro.
Una posición simplista procedente de un razonamiento elemental, primario que justifica a los muchos (hombre masa, ciudadano común o individuo promedio) su lugar en la naturaleza.
Los mitos son, como muy bien se sabe, al germen de las religiones. Y las religiones, aunque desembocan en un conjunto normativo ético, se suelen sustentar, en gran medida, gracias al predominio de una conciencia mítica del hombre común, que prefiere, por comodidad probablemente, no cuestionar las raíces de sus creencias.
El desarrollo de las ciencias naturales, de la física, la química, etc.; así como el surgimiento de la sicología, entre otras disciplinas científicas han permitido a la élite intelectual de la humanidad desnudar los dogmas religiosos y explicarlos, con razonamientos, unos, y pruebas contundentes, otros.
Pero dichas explicaciones en vez de producir entusiasmo y curiosidad por verdades nuevas provocan desencanto, porque el mundo real no es, a menudo, atractivo, sino todo lo contrario, un escenario que no da espacio a la imaginación, a la esperanza, a la posibilidad insatisfecha que despierta una verdad no probada, como los dogmas religiosos.
De ahí que tanto la religión como el mito siguen enraizados en la mayoría de los seres humanos; y , precisamente, el héroe, el prócer, los patriotas, con el paso del tiempo se tornan míticos.
Por mucho que se esfuerce el historiador (antagonista de la verdad oficial y la memoria perpetuada de la colectividad) por dar la visión (yo no diría objetiva) lo más humana posible, el héroe gozará de la misma (o similar) perfección de los dioses.
Existe, en verdad, por qué ponerlo en duda, un Olimpo, una gloria, un cielo de los héroes: la memoria popular. Esta es un consenso, una suerte de seguridad anónima, efectiva por lo demás, de asegurar las bases de un devenir siempre incierto; porque los hombres, los seres humanos digo, somos pasado, tiempo muerto. Todo futuro es esperanza, promesa, es decir, un intangible, algo que puede imaginarse pero no atraparse en la memoria; porque el pasado es, efectivamente eso, memoria.
En realidad no debemos decir “yo soy el que soy”, porque tal afirmación es falsa. “Yo soy el que fui” es lo verdadero, lo real, lo perceptible, lo juzgable. Por ejemplo, no se puede juzgar al criminal por lo que hará, sino por lo que hizo.
De ahí que cuando transcurre cierto tiempo, sobre todo el necesario para que no quede ningún contemporáneo del héroe, este pasa del humano purgatorio de los mortales, a la gloria infalible de los dioses. Gana la neutralidad, es decir, una suerte de inmunidad eterna; porque llega a ser aceptado por personas de todas las tendencias.
Ello no es otra cosa que la glorificación del pasado, del ser que quisimos ser, no del que aspiramos, porque el futuro, como la propia conciencia mítica que sustenta al héroe, es una ilusión.
Aunque el mito como tal puede desmitificarse a largo plazo por parte de quienes hacen ciencia, el héroe no. Todo lo que se diga de él entrará en eso que los católicos denominan herejía. Así, el héroe en el imaginario popular estará, entre más distante en el tiempo, más cercano a los dioses, más perfecto; y se tornará el convocado inevitable, el invitado perfecto, cuando fallan los dirigentes gremiales, los gobernantes de turno, o cuando los políticos de oposición se venden al mejor postor: “Si el héroe viviera”. “El héroe se está revolcando en la tumba”. “Cuando tendremos otro como el héroe para que nos saque de esta miseria...”, son algunas de las tantas expresiones que uno escucha en momentos de dificultad.
La vejez provoca la buena salud del héroe. Entre más viejo más enraizado en la memoria popular.
Mas tiene, el héroe, en esa instancia un problema grande: volverse mito absoluto, es decir, una creencia sobrenatural.
Aquí no es el pueblo quien los salva de la muerte, sino los historiadores.
Los últimos le devuelven la necesaria terrenalidad de los mortales y así el héroe baja del Olimpo y deambula con los humanos, como Cristo, pero sin mezclarse en sus mezquindades. Ya es inmune. Es el único que pudo ser mejor.
Entre nosotros Morazán goza de esta suerte. Lo defienden con pasión hasta los curas, a cuyos colegas, en su momento, persiguió porque se oponían a las transformaciones que él quiso impulsar en su época.
Pero la ganancia de Morazán estuvo, sin duda, en su derrota final. No me refiero a las batallas, numerosas además, que ganó con genialidad, sino a la incapacidad de mantener unida Centroamérica.
Su macro proyecto: sostener la unidad de la región, fracasó.
Su apuesta histórica, sin embargo, la que todos sus detractores contemporáneos quisieron derrotar también, salió triunfante.
Probablemente esto se debe a qué, como ya otros habrán dicho, aunque lo ignoro pese a la globalización, nuestro Olimpo se nutre de los grandes fracasos, más que de los triunfos.
Hay quienes consideran que Morazán fue un fracasado, porque no logró mantener viva la Federación. Algo similar podría decirse de Valle , quien no vio cumplidos sus dos grandes deseos vitales: el primero, marcharse a España para que se reconociera allá, mejor que en ciudad Guatemala, su talento y sus inquietudes intelectuales; el segundo, cuando no logró convertirse en el primer presidente de Centroamérica.
Sin embargo, Morazán es nuestro Moisés y Valle nuestro Cristo, ambos han pasado ya la prueba del tiempo y gozan del beneficio de la fuerza del pasado. Son la raíz, la savia más profunda, la vida que no cesa, nuestro principio de eternidad, el big bang de nuestra historia.
Y es que el héroe representa la rebeldía natural del ser humano, su deseo permanente de rebelión que le brota desde dentro como la lava de los volcanes desde el fondo de la tierra. Ya los griegos, por ejemplo, plasmaron esto muy bien en sus tragedias. Allí los mortales se rebelan contra el prefijado destino determinado por los dioses; la lucha es valerosa, pero estéril. Magnifica, sin embargo, la voluntad del hombre, su persistencia, más no su capacidad de transformar a una voluntad mayor: la de los dioses.
En cambio aquellos que aceptan su destino sin oposición, aquellos que no intentan nada para cambiar el orden establecido ¿quién querría recordarlos?
No pasa así con Bolívar o Morazán, los menciono como ejemplos, que quisieron transformar una sociedad forjada a lo largo de trescientos años. Ciertamente, desafiaron el orden imperante, lo hicieron tambalearse, aunque finalmente fracasaron; pero como fue su lucha heroica, despiertan en nosotros el deseo de grandeza, la más honda preocupación humana: vencer a los dioses, el destino prefijado de los dioses, que no es otro que el orden social imperante y establecido a través de muchas generaciones.
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