EL CANDIDATO
IV (En-cuesta-arriba)
Fragmento del capítulo
Aunque los resultados de las encuestas que publicaba en su propaganda le daban una ventaja de diez puntos, las más conservadoras y de diecisiete, las más aventadas, la verdad era que los sondeos confidenciales, mandados a hacer para tener seguridad, lo ponían totalmente a la inversa. De cien muestreos hechos por todo el país no aparecía ganando uno solo. En aquellos sitios en que, se suponía, siempre había tenido mayoría absoluta su partido, o se encontraba en igualdad de condiciones con el partido más fuerte de la oposición o se encontraba uno o dos puntos abajo; en los sitios donde, en las últimas elecciones, obtuvo un repunte su instituto político, estaba generalmente 10 puntos abajo, y en los lugares en que tradicionalmente habían perdido, aparecía, ahora, con una diferencia, en contra, de 20 puntos. La primera reacción fue de impotencia, de frustración; pero el ego resurgió de nuevo con el ímpetu de un animal montés y al tiempo que daba un puñetazo contra la mesa de su escritorio de caoba, que provocó el derrame de una taza de té sobre la copia de los resultados, exclamó con cólera: ¡Hijos de la gran puta, me han estado engañando!
Los encuestadores confidenciales lo observaron desconcertados algunos y otros con naturalidad porque ya conocían sus arrebatos de histeria desde hacia un buen tiempo, pues lo habían acompañado en distintas etapas de su acelerada y desesperante carrera política. Su mujer, que se encontraba en el dormitorio principal, salió corriendo ante la flamante expresión de su marido, a las que ya la tenía igualmente acostumbrada; pero ahora ella intuía que algo malo pasaba: ¿Qué sucede mi amor, puso dulzura en la voz, dulzura en los ojos, dulzura en los movimientos de sus manos, dulzura en su piel, dulzura en todo como le había recomendado un siquiatra amigo de ambos dos meses atrás.
El Unificador tenía dos brasas encendidas en vez de ojos y un nudo más duro que el acero le apretujaba la garganta y le sofocaba el pecho y le generaba un ligero temblor como de epiléptico, más bien de epiléptico, porque al igual que Napoleón, tengo ese padecimiento de muchos grandes hombres, decía en ocasiones, cuando los tragos le desencadenaban la nostalgia o la saudade como también decía remendando a los de Brasil, donde había estado en diversas ocasiones en asuntos relacionados con su partido, y una oportunidad por simple placer, devorando piernas y nalgas carnavalescas en las calles de Río de Janeiro, con esos ojillos que ahora ardían de rabia.
Me han estado engañando, bramó de nuevo y lanzó una mirada a sus confidenciales, una mirada que primero fue de represión, luego de cuestionamiento y finalmente de súplica.
Su mujer, no supo qué hacer y se limitó a alternar la mirada entre los atribulados jóvenes, que no atinaban a decir palabra, y el desencajado rostro de su marido que aún no salía del porrazo que había significado aquella verdad tan contundente.
Ella siguió, entonces, probando con la dulzura: Cálmese mi rey. Usted mismo dice que todo tiene arreglo en la vida; además usted siempre ha conseguido lo que se propone, concluyo casi en susurro apretando suavemente los hombros de su marido. El Unificador se volvió nuevamente a los jóvenes y con un grito sólido, pero chillón como los que él daba, se hecho un inesperado viva, que ellos no atinaron a responder con fuerza, entonces él los increpó, con un ¿qué putas les pasa, o es que ya se hicieron del otro bando, cabrone? No Lic., ¿cómo cree, siempre vamos a estar con usted y lo vamos a acompañar a dónde usted diga y lo haremos como en la U, lo que sea para que llegue al poder? La voz temblándole a Rafailito Díaz, un niñote de veinte años y casi dos metros de altura y tan fornido como un boxeador de peso completo.
Así se habla. Viva el unificador, volvió a gritar el candidato. Viva, le respondieron ellos, todavía nerviosos y algunos, más con ganas de reír que de gritar, que con fervor y serenidad. Viva el futuro presidente de Honduras, él de nuevo, y la voz yéndosele por tonalidades imprevistas, como para hacer el ridículo. Viva, respondieron con más ánimo al unísono y comenzando a entrar en el calor de aquel obligado entusiasmo. Viva la fuerza inteligente. Los ojos de su mujer, brillantes y felices, como los de un pájaro que recién aprende a volar.
Viva, como el coro unificado al que se había unido su mujer. Y del decrépito estado de unos instantes pasó igualmente histérica.
Déjenme esas mierdas, (aunque ya se las habían dejado), ya verán que en quince días se ha levantado mi candidatura. Son papadas, lo que yo me propongo lo logro, todavía faltan seis meses para las elecciones, muchas cosas pueden suceder, gracias muchachos, los espero en la noche, no le digan de esto a nadie. Y a esos encuestadores profesionales ya los vamos a joder, mas de un millón hemos gastado en esas encuestas falsas, por lo menos debieron habernos dicho como iba la cosa para emprender con más vigor la campaña, pero ya les vamos a demostrar quien soy yo, dijo, con unos ojos iluminados, sin el bigote saltándole, como queriéndose caer y sin los temblores del cuerpo, sino con el rostro radiante y con el entusiasmo y felicidad de otras ocasiones, como aquella en que después de muchas hábiles negociaciones logró arrebatarle la candidatura a la Dama de hierro, que al urdirse la traición de sus copartidarios, que ella suponía más firmes, se volvió de mantequilla y se desplomó como una quinceañera que ha sido dejada por el novio y comenzó a hablar disparates por la radio, a dar declaraciones sin ton ni son, hasta que el grupo de empresarios que antes la apoyaba le hizo advertencia de que si no se disciplinaba y acataba los acuerdos de la cúpula, pagaría más de diez millones de lempiras, valor que correspondía a los gatos de dos meses de campaña interna y que le habían servido para mantenerse en igualdad de condiciones que el Unificador. Por supuesto, al final, debió conformarse con la diputación que le dejaron y el ofrecimiento de algunos cargos públicos de confianza, para amigos o familiares cercanos, si ganaban las elecciones.
El Unificador tardó dos días en recuperarse de la histeria que le provocó la felicidad de haberla hecho bien una vez mas. Son papadas lo que yo me propongo lo logro, todavía faltan seis meses, pensó, mientras se frotaba las manos y se imaginaba, como en tantas otras ocasiones, entrando al estadio nacional en un jeep del ejército, con ambos brazos en alto, saludando a sus simpatizantes.
Fue así como al Unificador se le comenzó a ver en los lugares menos esperados. Aparecía de madrugada en los mercados, comiendo cebolla cruda con tortilla, probando cualquier bocadillo, sin reparar mucho en el aspecto, el olor y el gusto de lo que, en otras circunstancias, le habrían provocado no sólo la repulsión, sino probablemente algún vómito repentino.
Para evitar cualquier consecuencia nefasta y que lo pudiese dejar en ridículo, masticaba previamente una frutitas anaranjadas del tamaño de una canica que se conocen con el nombre vulgar de quita sabor, pues tienen la propiedad de volver dulce lo ácido y lo amargo y lo simple y lo insípido, etc. De modo que las cebollas le sabían le sabían a mangos, los ajos a confites, las sopas de pescado seco al mejor té chino; los tamales a costilla agridulce; los huevos estrellados y cocinados con manteca de chancho, usada cinco o diez veces antes en otros cocimientos, le sabían a torrejas navideñas; y los huevos duros con sal a conserva de coco y así las demás frituras y dulces que tenía que probar; mientras sus cachetes se inflaban como los de un niño con paperas por tanto bocado imprevisto engullido al azar.
Lo que nunca pudo evitar fueron los resultados posteriores, los estragos intestinales que, en más de una ocasión lo dejaron en cama por un día entero; al grado que en una oportunidad fue tanto el descalabro producido por el vómito, los dolores estomacales y la incontenible diarrea que pensó que tenía cólera; pero se trataba, en realidad, de una amibiasis aguda, según los resultados que arrojaron los exámenes; y el gastroenterólogo le explicó que el ataque había sido tan agudo debido a que él ( su organismo) había perdido contacto con ese tipo de infecciones intestinales hacía mucho tiempo. Te ocurre, le dijo, como a los europeos o a los gringos cuando prueban alguna comida callejera, terminan internos en un hospital y hay que aplicarles suero por lo severo de la deshidratación. Al menos vos no necesitaste eso, concluyó.
En cuanto se repuso continuó estrechando manos por aquí, por allá, a niños, a viejos, a señoras, a hombres sin prisa, a vendedores incrédulos; a la señorita que llevaba prisa por temor a un asalto; al recolector de basura que iba abriéndose campo con su carreta apestosa; al vendedor de frutas que no se atrevía a cobrarle la naranja devorada en un santiamén; a las vendedoras de tortillas que tenían que facilitarle un poco de sal para que el explicara las cosas que supuestamente había comido cuando era pobre como ellas; a los cargadores de bultos o al que se tropezaba con él, porque iba apurado a tomar un bus; y, cuando tragaba el bocado, repetía como un disco rayado, su famoso estribillo, a la ultima mano estrechada: Soy Roberto Ramos Suazo y quiero que me dé su voto para ser presidente de la Patria. Muchas gracias, respondía cuando le decían que sí e inmediatamente buscaba otra mano y otra y otra y otra…
Al mediodía, por lo general o, a veces, durante el atardecer se le veía en la salida de las escuelas y de los colegios preguntándole a los niños: ¿adivina quien soy yo? Y cuando le respondían que lo habían visto en la tele levantando el brazo de tal o cual manera o corriendo a cámara lenta o saltando una cuerda o una cerca de madera de menos de una vara de altura con un palo de escoba haciendo de pértiga o un alambrado de púas de idéntica elevación, pero con la cámara ubicada desde una perspectiva que daba la idea de haber ejecutado un salto increíble o caminando de rodillas hasta el altar de la virgen de Suyapa o abrazando una cruz de bronce de su tamaño sobre la tumba de su madre o cobrando un penal contra un portero uniformado con los colores de los partidos de oposición o sembrando maíz rodeado de campesinos, en un terreno de su propiedad con unos bueyes arando al fondo y más atrás un bosque ilusorio, porque no correspondía a la zona o con u racimo de plátanos al hombro caminando por la antigua línea férrea o empujando una carreta de madera cargada de leña y sudando la gota gorda y apretando los dientes y con sus ojillos a punto de salir disparados o subiéndose a un palo de coco en una playa de la costa norte del país ante la euforia y los movimientos rítmicos y eróticos de un grupo de garífunas que los ayudaba a subir y subir o tomando agua de un cumbo previamente desinfectado de mil formas diferentes o jugando tenis o corriendo descalzo en la playa pateando una pelota de trapo o pegándole un batazo a una pelota de béisbol que tenía la cara de Vicente Ramírez o sentado en una silla de mercado frente a una mesa de mercado en un comedor de mercado masticando parsimonioso un bocado de tamal o lanzando un balón de básquetbol en una cancha de la colonia Kennedy o entregando diplomas y premios y trofeos de toda clase o haciendo un saque de honor en un partido inventado para el acto o escribiendo con pose de estadista europeo en el estudio de su casa su futuro plan de gobierno con un canutero del siglo XVIII, igual, decía, al que usara Francisco Morazán para hacer su testamento o por los nombres originales de las canciones plagiadas para la campaña o por que era igual al de la fotografía que estaba en la pared en la que se veía con un libro atrapado entre la axila, el brazo, el antebrazo y parte de la barriga y de anteojos y retocado el bigote antes de la foto, para que tuviera un aire de intelectual más que de campesino superado o de la fotografía de en frente en la que estaba dentro de un bus urbano con la mano tendida o por que era idéntico al que aparecía ordeñando las vacas de su hacienda, acompañado de un grupo de activistas vestidos de campesinos, quienes aseguraban que, como él, no habían dos o por su voz inconfundible e inevitable, porque nadie deseaba hablar como él o por su mezquina sonrisa que no mostraba más que dos de sus dientes o porque se parecía al hombre del cartel que estaba en el muro de la escuela del otro lado o de este lado o que a mi papá le cae mal su hablado o que mi mamá dice que usted es cómplice de asesinatos o que mi papá dice que cuando usted era rector de la Universidad desaparecieron a mi tío o que feos son sus ojos señor o a mi no me gusta su hablado, por que se parece al de mi tía Lula o ¿ porque tiene la voz tan chillona?... Y a estos el no les decía nada, sino que increpaba a los que espontáneamente le gritaban al reconocerlo: vengan a ver al Unificador, viva el Unificador, vengan a conocer al futuro presidente y él entonces se entusiasmaba y repartía confites al principio y después carritos del tamaño de los de la coca cola y unos trencitos y helicópteros, como en el que a veces volaba para trasladarse más rápido de un sitio a otro; y a las niñas, colitas con un saludo de doña Lucy y juegos de platos y de utensilios de cocina y cocinitas y sartenes, todo en miniatura y de un mismo color y con la misma leyenda y con los símbolos del partido y decile a tus papás que necesito su voto para ser presidente, y a ellos: “cuando yo sea el mandatario de este país les voy a poner más bonita la escuela y les celebraré los cumpleaños con piñatas y no solo le voy a regalar zapatos, sino que uniformes y pelotas de fútbol y raquetas de tenis y cuadernos y lápices de colores y les mandaré a construir columpios y deslizadores y subibajas”; y en los colegios, a los adolescentes, les preguntaba la edad y les regalaba lápices de tinta o carbón con los colores de la bandera del partido y una leyenda que decía Roberto Ramos Suazo presidente; y en las escuelas también repartía confites y a los campesinos del interior les regalaba paquetitos de jabones de los que se usan en los hoteles (y le inventaron que él era como esos jabones: chiquito, ligoso y ordinario) y espejitos del tamaño de sus manos, solo que cuadrados, del mismo modo que Pedro de Alvarado unos quinientos años atrás; y también regalaba chocolates vencidos, de los desechados por millones en los Estados Unidos y enviados a los países latinoamericanos como muestra de solidaridad y cuyo rancio sabor de todos modos era imperceptible al paladar de aquellas bocas famélicas, de aquellos cuerpecitos al borde, más que de la muerte, de la extensión total y, con cuyo deplorable aspecto, él pregonaba humildad, bondad, caridad, nobleza, solidaridad, mientras prometía esperanzas y sueños imposibles, ante una miradas de idéntica expresión a la de suya, solo que los infantes, ignorantes de su propia tragedia, soñaban, más que, con el chocolate de almendras, con un auténtico y sustentador plato de comida y, él con estar luego sentado, para cumplir su sueño de hallar el Dorado, para seguir gritando como un pregonero antiguo, ya no por las calles, sino en cadena nacional de radio y televisión: yo soy la fueza inteligente”, como en los barrios pobres de las ciudades más grandes, por donde iba de puerta en puerta: buenos días, soy el futuro presidente de Honduras, aquí te regalo esta libra de frijoles, o esta media de arroz o esta de maíz, y a veces decía maíz cuando eran frijoles o al contrario, lo que corregía con un perdón contundente y con su nueva sonrisa o con una risa que le había costado tres semanas de ensayo con un director de teatro, que sólo quedó satisfecho hasta que la misma se le volvió natural, tan natural que, cuando le contaban algún chiste sus amigos, ya no se reía con su risa de antes sino con la nueva, con su nueva sonrisa (sonrisa cosmética acusaban los opositores aparecía en las fotografías ya fuera con un saco de casimir inglés al hombro, como la colocada en las ciudades, o con un sombrero tejano, encargado especialmente, previa medida de su cabeza, como se le veía en los pueblos y aldeas del interior o en algunos anuncios de la televisión, saltando cercas de púas en el interior del país, montando en un caballo árabe (para lo cual había recibido un intensivo entrenamiento porque se le había olvidado montar a caballo, aunque de niño lo había hecho en innumerables ocasiones, a veces, a puro pelo, sin lazo incluso, en la vega del río, y más que a caballo a lomo de mula; hasta recordaba una por una todas las caídas sufridas en esa época, una de ellas con consecuencias tan graves, pues le produjo el efecto irreversible de su memoria fotográfica que ahora le molestaba, porque no podía olvidarse de decenas de cosas que no deseaba recordar o que le recordaran, como los cuentos que le había echado a su ex mujer, una señora que le llevaba, en aquel tiempo, 15 años y de cuya viudez y soledad él sacó buen provecho, mientras estudiaba, consiguiendo con ello no pasar ninguna penuria durante ese difícil período de su vida y obteniendo, también, en diversas ocasiones, financiamiento para sus campañas como dirigente estudiantil y llevar, al contrario de sus compañeros, vida de rey) o metido con unas enormes botas de hule, que sobrepasaban sus rodillas, micrófono en mano y siempre viendo a la cámara, sonriente y sin perder la pose de estadista que sus diseñadores de campaña, aseguraban, tenía, y con la mirada buscando calar la conciencia ciudadana, pidiéndole a las lavanderas el voto, a tiempo que sacaba un jabón del color de la bandera del partido, fabricado, decía la oposición, por uno de los principales accionistas de su campaña y dueño de varias fábricas de jabón, entre otras cosas, mientras sacaba una bolsita de una alforja, a la que llamaba la alforja del futuro, pues aseguraba que, cuando el fuera presidente, los hondureños tendrían de todo en abundancia, si quieren maíz, tendrán maíz, y sacaba de la alforja una bolsita con maíz, si quieren azúcar, encontraran azúcar, y extraía de la alforja una bolsita transparente repleta de azúcar, si quieren frijoles, frijoles baratos, habrá tanta producción que volveremos a ser el granero de Centroamérica (aunque los caricaturistas sacaban a los niños con ronchas como las de la varicela o con ulceraciones cutáneas abundantes, con la leyenda: El granero de Centroamérica) y sacaba de la alforja una bolsita de frijoles, ante los iluminados ojos de la pobrería que gozaba en sus adentros al verlo vestido de campesino con pantalón y camisa de gabardina y con aquellas enormes botas, cuando se metía al agua, o en los terrenos recién arados o como aparecía en fotografías bajo la lluvia en el interior del país; o con traje anaranjado como recolector de basura, en las zonas marginales de las ciudades, o de guayabera cuando, repartiendo calendarios plastificados o calcomanías adhesivas con una sonrisa; o gorras y lápices, cuando recorría las calles de las zonas de la clase media; o con pose de profesor y de intelectual, cuando asomaba por colegios y universidades en horas de la noche, y siempre con el micrófono en la mano izquierda y la derecha extendida, pidiendo explicando, discutiendo, prometiendo, mintiendo cada vez más, para que los sueños de la gente fueran más grandes, explicaba a sus amigos y seguidores cercanos y a los financistas de su campaña, sacando fuerzas de flaqueza de su gordura a como hubiera lugar.
Y los vecinos, que a veces eran sorprendidos infraganti por sus sonoros toques y por su voz imposible de olvidar, terminaban aceptando la colocación del cartel que les ofrecía alguno de los activistas, quienes además cargaban frijoles, maíz, arroz, sobres de litrosol, por si aparecía el cólera, para lo cual unas enfermeras iban explicando por turnos los síntomas de la enfermedad, con una cantaleta más mecánica que la de la propaganda radial; otros cargaban banderas y otros carteles y otros calendarios y otros confites, por si había niños, y otros regalaban la leche donada por la Unión Europea, empacada en bolsitas de media libra, para que ajustara la repartición en todas las áreas marginales del país, que según el censo realizado por el partido del Unificador suponían más de cuatrocientas mil madres. Y mientras más maíz y frijoles regalaba, más subían los precios de los granos básicos, porque el negocio de los intermediarios estaba ahora en subirle y subirle, pues de ese modo menos capacidad tenia la gente y el más obligación de regalar alimentos, personalmente primero o por medio de los camiones que se contrataron, y como se continuó haciendo después, a veces conseguidos prestados de la suplidora de alimentos, con placas cambiadas y con la bandera nacional tachada por mientras, para que la oposición y los periodistas que no se habían dejado sobornar (porque después de todo no había tantas diputaciones para periodistas ni tantos cargos para relacionadores públicos en ministerios y demás instituciones autónomas) no dijeran más de la cuenta como sucedía de todos modos; y los carros aparecían los fines de semanas en las barriadas y allí acudía la gente, con la misma pasión y el ímpetu de los perros de los basureros de los mercados, que le disputan a los pachangueros y demás mendigos de la capital, algún pedazo de pan mohoso o algún resto de una sopa de res.
Tres o cuatro señores armados de escopeta los controlaban y los obligaban a hacer fila para repartirles la media libra de arroz y la libra de frijoles. Y de pronto aparecía su voz surcando el aire, inesperada y sonora, cantarina decía el, desde los enormes parlantes de un camión ubicado en un sitio estratégico para que su voz se escuchara no sólo allí, sino en todas partes o, al menos, en los barrios y colonias aledañas, precedido por el ruido de un helicóptero, desde donde descendía sentado, en posición de hacer sus necesidades, en una cápsula espacial, transparente, como, aseguraba, sería su administración, y con un letrero en la espalda, en el cual se leía: Roberto Ramos Suazo Presidente. Pero muchos que, al principio, celebran aquello, premiando sus disparates, con aplausos, después lo recibían sin mayor entusiasmo, porque perdían los puestos de la fila, por abrir la boca, reflexionaron finalmente; y allí estaba él, en vivo y a todo color, constante y sonante; constante, porque no desmayaba, al menos no en la calle, porque a su casa llegaba muerto, pero revivía al día siguiente; y lo sonante, por su voz que sonaba como una flauta desafinada y escandalosamente chillona; y apretándole la mano a todos los hombres y mujeres de la fila: Y vos como te llamas “que cara de asesino tiene este desgraciado”
-Fulgencio, Lic.
-“Con razón, pero este voto es mío”
-Me tenés que dar tu voto (“Porque si no mejor que te desaparezcan, el general debió haber despachado estos desperdicios humanos”).
-Cuente conmigo, Licenciado.
-“Para el voto tal vez, porque para otra cosa ¿quién sabe? tenés cara una cara de sátiro y asesino que no te la quita ni Dios, carajo”
-Así se habla, ya sabes que, yo soy el futuro, voten por mí y no se arrepentirán. (Con tono de tele evangelista, dirigiéndose a todos)
-Y voz, mi amor, a una muchacha de minifalda, cuyas piernas diviso a la distancia y le despertaron su tigre interior. Un cosquilleo le recorrió las entrañas desde los pies hasta las orejas, y dejó esperando a más de veinte curiosos de la fila que deseaban estrecharle la mano. “Que buena está esta india, a esta le consigo chamba en el Comité Central, puede servir para la sonrisa y para otras cositas mas, que piernamente se carga y nada estropeadas, hay que rescatarla de las garras de la miseria, tengo que hacer esa obra de caridad, ¿cómo que no?”
-Yamilet, abogado. Y me vas a dar una sonrisa junto con tu voto, Yamilet. “Ya-mi-le-ti-ta”. Y la muchacha mostró, más que la sonrisa humillada con que complació al Unificador, la caries de su dentadura, que trato de ocultar, sin mucha convicción cubriéndose con la mano. “Pero primero te tenemos que remitir a los odontólogos del partido y mandarte a hacer una prueba detectora de sida, pero que bueno tenés el resto, Yamiletita, rurrú”
-Y donde vivis, Yamilet, “allí te voy a mandar un mandadero o un majadero que es lo mismo, ya vas a ver, para que mires como te hago mover esa cinturita de coca cola, y que buenas pantorrillas, firmes, de mujer de trabajo, no si, esta polla es mía, ya veras Yamilet como nos unificamos a ritmo de punta”. En la flor del campo número dos. “Hay que disimular”. Y los ojillos de sátiro casi se le salían al Unificador, y le atravesaban la blusa que vestía la muchacha, ya raída y transparente debido al uso exagerado de la misma y de paso le quedaba apretada, pues los botones, parecía que en el menor descuido saldrían disparados. “Que buenos pechos, firmes y bien formados y ojala que poco manoseados… Juventud divino tesoro te vas para no volver, a veces cojo cuando puedo y otras veces como no voy a querer”, si soy poeta, tan bueno como mi medio paisano Roberto Sosa”.
-¿Y ya tenés tu identidad, Yamilet? Y ella sonriendo ahora, pero sin mostrar los dientes ante la insistencia del candidato.
-Todavía no, abogado.
“Aquí esta la luz, se la remito a Mario. Cuidado me comes el mandado Marito, porque te lleva san Putas Tadeo.”
-Pues llegate al comité Central y preguntás por Mario Irías Recarte, sólo tenés que decirle que ya hablaste conmigo.
“Para gato viejo, ratón tierno, esto es lo bueno de ser hombre importante, un voto y un culito mas, viva la política, jodido… consérvamelo bien mamacita”. Dios te bendiga, mi amor. “No vayan a pensar estos majaderos, sátiros sin porvenir… No tenemos futuro con estas calañas, estamos condenados a seguir en el estercolero, que puede esperarse de estas caras, ve aquella vieja tiene una cara de bruja que ni las originales, y este pelón de acá solo le falta rebuznar y este otro, no solo tiene aspecto de delincuente sino que es capaz de matar a cualquier cristiano del susto, realmente que Dios no les tuvo consideración, como se equivoca uno, yo siempre había creído que era un país con gente hermosa, pero eso me pasa por solo reparar en la gente de mi clase, que desarrollo y que ocho cuartos podemos alcanzar, solo importando gente tal vez… Qué aspecto delincuencial, Tito Livio y Cicerón se morirían de ver estas calamidades humanas, dame fuerzas, Señor, concentrate, Roberto, en la mente está el poder, fuerte esa mirada, contundentes esas expresiones, así quieren los ahuevados”.
-¿Y vos, cómo te llamas? “Vieja más hedionda, seguramente donde vive no sube el agua o es comadre con el preciado líquido, pero debería echarse limón en los sobacos, a qué hora se me ocurrió abrazarla para que moviera ese hedor que bien estaba en reposo bajo su axila”
-Juliana, general. “Ve… que tarada la vieja”
-No soy general, Juliana, soy abogado.
-Es que es lo mismo, licenciado, yo siempre me confundo.
-¿Y me vas a dar el voto?
-Pues lo voy a pensar. No lo pensés tanto. El que mucho escoge lo peor coge. “Además que de seguro lo que has de tener en ese cerebro no es materia gris, sino caquevaca, vieja tufosa”. Y luego otro y otro, y le picaba la mano y le sudaba y le cambiaba de color y se le volvía oscura, ceniza, parda, mohosa, pegajosa, mantecosa, ¡Ay, mi madre, ojala no vaya a aparecer con una lepra! y le dolía el brazo, el hombro, la cintura, “maldita campaña que no acaba, al menos ya casi hemos emparejado en las encuestas, un poquito más y todo estará seguro”, extendida la mano, deseaba tenerla guindada de algo, una venda como las que le ponen a los fracturados. Y llegó a pensar en la posibilidad de una prótesis, una prótesis cálida, que tuviera el calor que él no podía transmitir debido a la repulsión que, casi en su mayoría, le causaban aquellas manos grasientas, sucias, llenas de granos algunas veces, supurando raros y hediondos líquidos en otras ocasiones, mutiladas en otra oportunidad, un dedo más o tres dedos menos o dos dedos en uno, o solamente el dedo gordo y la palma de la mano, y las uñas negras, hediondas a pescado, a sangre de pollo, a carne de vaca, a orines de gente, a caca de vaca y a caca de niño tierno, las señoras y a vomitada reciente, los hombres. Y por más que se lavara le quedaban impregnados los olores, y de nada valía que durante largos ratos se restregara con jabones desinfectantes las manos y se las limpiara con alcohol, o con esto o lo otro y metidas en una cubeta con jabón durante un rato. Y el tufo allí, necio, persistente, inocultable, vivo, fresco, penetrante, agresivo… “Debiste haber sido perro de caza en tu vida anterior, le bromeaba su siquiatra. Es psicológico, le repetía, los olores se te quedan grabados en la mente. Odiaba por eso tener tan buena memoria para todo, y la maldecía, se enfurecía, gritaba, imploraba… ¿Me estoy quedando loco verdad? era la pregunta de siempre y casi al borde de la histeria, pero su siquiatra le daba dos palmaditas en la espalda y mientras apuraba un sorbo de su café, sin alterarse lo mas mínimo, le respondía, contundente: No, claro que no, Roberto, vos no estás loco, locos están los que te siguen. Entonces vos estás loco, se defendía él. No, (sonriendo el doctor), porque yo no votaré por vos. Y si me buscaste como tu médico es porque tuviste miedo de los siquiatras que son de tu partido. Y entonces no te queda más remedio que seguir los consejos al pie de la letra, a menos que de verdad querrás estar loco… pero las recomendaciones del doctor le daban resultado un día o dos, porque luego volvían los hedores, tan vivos como cuando los percibió por vez primera.
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